Otras miradas

Las escuelas no son cosa de niños

Diana López Varela

Un aula vacia de un colegio. EFE/Marcial Guillén
Un aula vacia de un colegio. EFE/Marcial Guillén

Hasta el último momento han esperado las autoridades (locales, autonómicas y el propio Estado) para organizar la vuelta al colegio. Hasta el último momento han despreciado, los que mandan, la importancia de un colegio seguro en donde niñas y niños pudiesen disfrutar de sus clases sin más restricciones que las que tienen las que se van de cañas o los que se van de tiendas. Pero nadie ha hecho nada porque las escuelas ya no son cosas de niños y lo que ocurre en las aulas depende del criterio de organismos que desconocen las mínimas necesidades infantiles. Cómo explicar si no que a estas alturas todavía no se hayan contratado a los profesores suficientes para cubrir las necesidades para la separación de grupos. Ninguna comunidad lo ha hecho, y a mí me encantaría no pensar que a esta circunstancia se vaya a unir la posible estampida de profesores de determinada edad decididos a estrenar el curso con una preciosa baja.

Desde hace décadas, la Educación ha sido constantemente despreciada en este país. Mucho más desde la crisis de 2008. Mientras que en el resto de los países de la OCDE el gasto en Educación se ha mantenido estable en torno al 11%, en España cayó del 9% al 8% entre 2008 y 2013. El informe Panorama de la Educación 2016 reflejaba que en 2013 el gasto por alumno en España estaba por debajo de la media de la OCDE en todas las etapas desde la Primaria hasta la Universidad. En relación al PIB, la inversión en España fue del 4,3% en 2013 frente al 5% de media en la Unión Europea. En plena crisis del coronavirus, Sánchez anunció a las comunidades una inyección de 2.000 millones para Educación aunque, de momento, no parece que ese dinero haya llegado a las comunidades y, si lo ha hecho, desde luego no se ha invertido. Casi todas reconocen su incapacidad para adaptarse a las exigencias de la crisis sanitaria y, por ejemplo en Galicia, la distancia mínima entre alumnos ya se ha reducido a un metro.

Los profesores tienen miedo, los padres tienen miedo, y los niños tienen miedo. Obligarles a usar mascarillas en clase a partir de los seis años, distanciarlos físicamente y prohibirles compartir actividades lúdicas o deportivas, marcará un antes y un después en la vida de toda una generación. La obligatoriedad de las clases online para los más mayores no soluciona el problema. Y el problema es que las autoridades siguen viendo la escuela como un lugar para adquirir conocimientos al margen de las experiencias, y a los niños, como cerebros aislados de sus comunidades.

La escuela es el motor del cambio social. La escuela es hogar y es juego, la escuela es la infancia y lo que ocurre en la infancia nos marca para el resto de nuestras vidas. La escuela no son apuntes ni materias, no es un programa ni la ortodoxia del temario. De nada sirven las Matemáticas, ni la Lengua, de nada sirve la Historia ni la Geografía si el aprendizaje se adquiere a través del aislamiento y sin cooperación.

El viernes 13 de marzo salí a correr. Era el último día de clase y al día siguiente el presidente del Gobierno anunciaría el primer Estado de Alarma. Corrí sabiendo que me quedaban pocas horas de libertad y pasé por el campus universitario en donde se ubican varios colegios de mi ciudad, Pontevedra. La imagen no era la típica de júbilo de fin de curso. Algunos ya no habían ido a clase ese día ni el anterior, y nadie falta a la fiesta de fin de curso. Los niños salían desconcertados y formaban corrillos esperando a que sus padres los viniesen a recoger. Había sonrisas congeladas y timidez en las despedidas. Nadie sabía que la mayoría tardarían meses en verse.

Como vivo muy cerca de ese campus suelo pasear y correr por sus calles y jardines. Hace un par de semanas que decidí cambiar de ruta. La estampa de los colegios y los institutos, de las facultades y sus bibliotecas, de la Escuela de Idiomas y de los campos de fútbol vacíos durante seis meses es la viva imagen de la desolación. En cambio, las terrazas están llenas, los bares están llenos y en las tiendas tampoco falta gente. Los niños comparten estos espacios con los adultos responsables de cada uno de los rebrotes mientras se les niega su derecho a compartir espacio con los suyos. Esto es un despropósito que pagaremos muy caro cuándo se pregunten por qué los hombres podían seguir yéndose de putas mientras ellos recibían clases a través de asépticas e higiénicas pantallas.

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