Otras miradas

Brexit, si te he visto no me acuerdo

Luis Moreno

Profesor de Investigación en el Instituto de Políticas y Bienes Públicos (CSIC)

Partidarios del Brexit se manifiestan delante de Europe House, la sede de la delegación de la Comisión Europea en Londres. REUTERS/Henry Nicholls
Partidarios del Brexit se manifiestan delante de Europe House, la sede de la delegación de la Comisión Europea en Londres. REUTERS/Henry Nicholls

Boris Johnson es un tipo peculiar. Pero no tanto. Su pretensión política es detentar el poder político institucional maximizando las banderías y propuestas más eficaces para tal fin. Algo que, realidad, es patrón aplicado por el común de los políticos pragmáticos de las Islas Británicas y aun del viejo Continente.

Su éxito hasta el momento ha sido es indiscutible. Fue elegido alcalde de Londres (2008-2016) y ahora es Premier británico desde julio de 2019 tras la patética retirada de Theresa May. Pretende continuar siéndolo, después de haber sorteado la muerte tras contraer el coronavirus. El Brexit, y su mínimo resultado favorable anti-UE en junio de 2016, le ofrecieron sobrada munición retórica para articular tácticamente una mayoría dentro del Partido Conservador que rescatase los viejos sueños imperiales ingleses y apuntalase su liderazgo.

Ahora ha presentado una propuesta parlamentaria que modifica unilateralmente el acuerdo que el gobierno británico había alcanzado con los negociadores de la UE para pautar su retirada de la UE y establecer un marco básico de relaciones bilaterales. Y ello afecta al muy delicado asunto de la frontera norirlandesa. Johnson ha propuesto la eliminación del asunto del backstop, o salvaguarda para evitar una frontera ‘dura’ entre la República de Irlanda e Irlanda del Norte, y propone ahora que Irlanda del Norte forme parte del espacio común comunitario en condiciones diferentes al resto del Reino Unido. Ello puede suponer un divorcio sin convenio de regulación abierto a potenciales hostilidades mutuas.

Recuérdese que el primer efecto colateral podría producirse con respecto al esfuerzo conciliador que supuso el Acuerdo de Viernes Santo de 1998 (Good Friday Agreement), el cual fue un hito para lograr la paz en la ‘isla esmeralda’ frente a un porvenir de destrucción que parecía encallado irremisiblemente. Todos los partidos importantes de ambas facciones religiosas y políticas, a excepción del DUP (Democratic Unionist Party) que ha venido prestando sus preciosos votos en Westminster a los gobiernos conservadores, dieron su apoyo al cese de la lucha armada. Pero los terroristas del IRA (Provos, principalmente) y los lealistas paramilitares (UVF, UDA/UFF, ‘luchadores por la libertad’ en el protestante norirlandés) no desaparecieron de la noche a la mañana y sus actividades políticas se mantienen latentes y amenazantes.

En su conjunto, ya es vox pópuli cuál fue la principal razón de peso en la mayoría mínima del voto popular en el referéndum del 23 junio de 2016 a favor del abandono del Reino Unido de la Unión Europea. Y no fue otra que la de recobrar la épica y categoría de superpower que gozó el Imperio Británico después de Waterloo. Poco importa que tras el Brexit el icónico bulldog se haya convertido en un perrito faldero (lap dog) del Tío Sam. Todo haya sido por ganar protagonismo en el concierto mundial de los países, pese a la monstruosa desnaturalización de tratar de castrar su europeísmo innato.

Pretextando una soberanía que la UE no puede condicionar, como argumentan los duros brexiters pese a la existencia de casi medio siglo de convivencia en el seno de la CEE/UE, ahora el Reino Unido podría encarar un escenario más oneroso simplemente por lo que comportaría la burocracia de sus transacciones con los países al otro lado del Canal de la Mancha. Paradójicamente, los empresarios británicos pagarían mucho más por los gastos de la burocracia que conllevaría sus relaciones exteriores en el marco comercial comunitario, y en comparación con el ‘cheque’ que el gobierno realizaba como contribución neta a las arcas comunitarias. Esto último era resultado de ser un país más rico que la media continental, y pese a la inefable presión que en su día ejerció Margarte Thatcher en 1984 por el ‘cheque británico’ para que le hiciesen una rebaja. Mal negocio.

Pero sobre cualquier otra consideración ‘periférica’, el nuevo Reino Unido imperial confronta una insoslayable realidad como consecuencia de los efectos de la pandemia del Covid-19. La caída de su PIB en el segundo trimestre del año ha superado el 20%, la mayor contracción en el Viejo Continente. Lo más acuciante para los soñadores imperiales británicos --etnocentristas ingleses--es precisamente visibilizar un programa plausible de futuro económico al margen de la fortaleza que le proveía ser miembro de la UE. Fuera de la UE el Reino Unido luchará en su tradicional política de confrontación contra los similares intereses financieros y comerciales de los países comunitarios (Alemania y Francia, principalmente). El reto para la economía del Reino Unido es que, tras el Brexit, no parece existir esa hoja de ruta plausible de actuación y de encaje en el (des)orden global. Ello se agravaría con el divorcio a la gresca, aunque Boris agitará electoralmente y en beneficio propio sus abruptos soberanistas.

Mientras antes éramos todos miembros del mismo club, las cosas –casi todas-- funcionaban con un cierto grado de previsibilidad y acomodo interno en la UE. Ahora crece la incertidumbre, pese a los loables intentos del esforzado negociador Michel Barnier. Pero él seguro que es también consciente del secular inglés modo de afrontar las negociaciones hasta el bitter end (final amargo) En este caso parece que la estrategia ni siquiera sigue las pautas de esa tradicional forma de alcanzar acuerdos. Y es que no hay interés por ellos. Todo indica que en los últimos meses hemos asistido a la puesta en escena de una tragicomedia cuya desenlace ya estaba escrito. Triste es constatarlo. Antes tan amigos y ahora si te he visto no me acuerdo.

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