Otras miradas

Agosto: relato de una médica de familia

Marta García

Médica de familia

Varias personas esperan su turno para las pruebas aleatorias de PCR en un centro de salud en Madrid. EFE/Fernando Villar
Varias personas esperan su turno para las pruebas aleatorias de PCR en un centro de salud en Madrid. EFE/Fernando Villar

Siempre me ha encantado trabajar en agosto. Recién llegada de vacaciones, la sensación solía ser de descanso parcial, aunque estuviera trabajando. Las consultas eran tranquilas, había cierta calma en los pasillos del centro de salud.

Este agosto de 2020 ha sido el peor de mi vida laboral. Con diferencia. Un ritmo infernal. Una lista de pacientes interminable. Una serie de pensamientos rumiantes hasta ahora desconocidos que a lo largo del mes se han hecho constantes. El espacio entre consulta y consulta ("por favor, que la próxima sea sencilla: una receta, una pregunta rápida..."). La salida de cinco minutos a media mañana para tomar aire ("no voy a poder terminar, llegarán las 15:00 y no habré logrado hacerlo todo"). La vuelta a casa atascada en el tráfico ("yo no quería trabajar así"). La comida, el juego con los niños, la cena, el sueño ("¿me habré dejado algo importante?").

He tenido que limitar el tiempo dedicado a consultas complejas; esas que requieren parar el reloj y mirar a los ojos. En su lugar, se impone la pantalla del teléfono marcando los segundos de la llamada y la del ordenador con todas las que quedan por delante. He tenido que atender todo lo que no se pudo hacer en su momento ya que no podemos seguir diciendo eternamente "vamos a dejar eso para más adelante"; todo lo nuevo que ha ido surgiendo; todo el COVID y todo el miedo por el COVID. Ansiedad durante y tras el confinamiento, miedo atroz, crisis de pánico y empeoramiento de los síntomas depresivos, sobre todo en mayores. Tenemos todo encima de una mesa que ya estaba desbordada, con la mitad de personal y el doble de tareas e interminables formularios de rastreo que completar.

Y al final, el comentario de los pacientes: "veo que tienes prisa, Marta". Odio esa frase y la verdad que contiene.

Mi trabajo como médica de familia se desarrolla en uno de los barrios más empobrecidos de Andalucía. Un número no desdeñable de mis pacientes no tienen teléfono o tienen uno para toda la familia, lo que complica enormemente la consulta telefónica. Otros no pueden llamar para pedir la cita porque no tienen saldo en el móvil. Vienen al centro a explicarlo y se llevan una "regañina". Si una consulta presencial es difícil cuando no se comparte el idioma, por teléfono es imposible y acudir a consulta se hace indispensable; "me duele la mano" puede ser una infección en la axila. Nuestra obsesión por limitar la circulación de personas por el centro de salud supone también una limitación de la accesibilidad a quienes más lo necesitan. Hay muchas personas que no tienen tarjeta sanitaria o la tienen perdida y necesitan recetas a mano, por lo que no tienen más remedio que venir al centro de salud a por ellas.

No hemos tenido tiempo para nada. Ni para hablar con las redes del barrio, pedir ayuda o intentar que nadie se quede desprotegido. Invertimos el tiempo mandando documentos y correos electrónicos a personas que pueden venir perfectamente a por ellos y no facilitamos nada a quienes necesitan venir y no pueden. ¿Cómo lo hacemos? No quiero perder el poco tiempo que tengo en registros repetitivos y redundantes. Si me dedico a llamar de forma repetida a personas sanas (contactos asintomáticos) para asegurarme de que siguen sanas, dejo de atender a quienes me necesitan de verdad.

Algunas farmacias están haciendo un trabajo comunitario como nunca, detectando casos de personas vulnerables que necesitan medicación y contactando directamente con nosotros. Pero no soluciona el problema de fondo. Una receta no es una consulta. Una receta no es accesibilidad. Una receta no es Atención Primaria. Y ya que hablamos de recetas, nunca he prescrito peor. Nunca he prestado tan poca atención a las interacciones, a las resistencias por antibióticos o al exceso de antiinflamatorios. Ahora todo es acabar la llamada lo antes posible y pasar a la siguiente para poder terminar a tiempo.

Mis personas mayores me echan de menos; y yo a ellos. A veces los cito en consulta con alguna excusa y tengo que alejarme y enseñarles mi cara para que sepan que soy yo. Aquellos con déficit visual solo ven una maraña de sanitarios vestidos igual y con mascarillas y quienes no oyen bien no pueden hablar conmigo por teléfono. La consulta es a través de los cuidadores y pierde toda la sutileza. "No come bien" ("¿Estará triste?, ¿preocupada? ¿Tendrá náuseas?").

Añoro hacer mi trabajo de forma sosegada: mirar a los ojos, parar el tiempo cuando la persona lo requiere, explorar sin prisas y hablar con las gentes del barrio. Y, sobre todo, poder hacerlo sin pensar que lo hago de contrabando, que estoy haciendo algo "prohibido".

A todo ello hay que añadir que la Atención Primaria siempre ha sido la hermana pobre de la cada vez más pobre Sanidad Pública. Como ha puesto de manifiesto Amnistía Internacional, la escasa inversión y los recortes, la precaridad y la temporalidad en la contratación así como unas infraestructuras obsoletas son los principales elementos con los que la Atención Primaria ha tenido que abordar la Covid-19. Lo más grave es que el desmantelamiento de la Atención Primaria está afectando de forma más aguda a las personas que viven en contextos de mayor vulnerabilidad.

Siempre me ha encantado trabajar en agosto. Cuando era médica de familia de verdad.

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