Otras miradas

Lecciones y nuevas batallas tras la derrota de Trump

Sira Rego

Responsable de Acción Política de Izquierda Unida

Jon Rodríguez

Miembro de la comisión de Internacional de Izquierda Unida

Unas horas después de que cerraran los colegios electorales en EEUU, se materializó la retirada del país del Acuerdo de París sobre el clima. Esto da una idea de lo mucho que nos jugamos todas las personas y el planeta en cada convocatoria electoral estadounidense y por qué es fundamental que desde la izquierda hagamos un análisis del resultado huyendo de simplificaciones.

Lejos de cerrarse el capítulo y enfrentar un periodo de transición pacífico, la resistencia de Donald Trump a admitir su derrota augura dos meses plagados de confrontación política y judicial.  No podemos descartar nada con un presidente empoderado por los grupos fundamentalistas y de extrema derecha que conforman su base social. De hecho, estos grupos están pidiéndole que apruebe rápidamente toda una serie de medidas reaccionarias antes de que Biden asuma la presidencia en 2021.

El resultado final supone la victoria de la opción menos mala. Y aunque habrá que esperar un tiempo para manejar y analizar todos los datos necesarios sobre el reparto del voto, el triunfo de Biden permite extraer algunas conclusiones sobre el futuro en las relaciones políticas entre EEUU y la UE. Resulta obvio que Biden forma parte del establishment liberal y no va a cuestionar los grandes consensos que existen entre las élites estadounidenses en la política exterior e interna, máxime teniendo en cuenta que, casi con toda seguridad, el Senado seguirá en manos republicanas.

Sin embargo, es obvio que se han producido dos movimientos que, cuanto menos, son esperanzadores y abren un panorama de posibilidades.

La derrota de Trump es, en primer lugar, la derrota de un presidente de extrema derecha que ha hecho unas políticas en su país al servicio de los que más tienen – prueba de ello es la privatización de las autopistas o el control aéreo-. Pero también es la derrota del gran referente de la extrema derecha y de los nuevos fascismos. Si algo ha caracterizado el tablero de juego de la política internacional de los últimos años, ha sido la constitución de un eje reaccionario global que ha articulado la organización de extrema derecha en todo el mundo.

Con arraigo y gobiernos en países como Brasil, Reino Unido, India, o Hungría y una presencia nada desdeñable en países como Italia o España. Por lo tanto, esta derrota tiene un valor añadido en el campo de la lucha ideológica y cultural -en la que la Administración Trump ha invertido importantísimos esfuerzos durante su mandato-, porque descabeza ese movimiento.

La movilización del electorado de Trump y la entrada en el Congreso de importantes representantes de la extrema derecha estadounidense como Marjorie Taylor Greene demuestran, sin embargo, que hay un sector grande de la sociedad que se siente profundamente identificado con él, hasta el punto de constituir un sujeto político en sí mismo. Por ello, pase lo que pase con Trump, parece claro que lo hemos venido a denominar como ‘trumpismo’ ha llegado para quedarse. Y con él, sus conexiones con la extrema derecha europea, empezando por su estratega Steve Bannon.

No parece que Biden esté ahora mismo en disposición de disputar hegemonía a un movimiento reaccionario como este. Si Estados Unidos no cayó en un régimen fascista al estilo de los europeos en la década de los años treinta del siglo pasado -pese a la importante presencia de movimientos organizados de este tipo- fue, al menos en parte, por la puesta en marcha de políticas de inversión pública expansionistas, de inversión pública y de ampliación de derechos como parte del New Deal de Roosevelt.

Sin embargo, Biden y Harris no han parecido querer confrontar en lo ideológico con Trump durante esta campaña. No se han centrado en cuestiones económicas o en otros temas clave para su electorado como el acceso a la sanidad, la crisis climática, o la lucha contra el racismo. Han presentado propuestas muy moderadas que no responden a las necesidades de la mayoría trabajadora. Como indica el economista marxista Michael Roberts[1] en su blog, la mayoría de la clase trabajadora – además de una mayoría de mujeres y personas no blancas – votaron por Biden, seguramente más por deshacerse de Trump que porque les entusiasmara el candidato demócrata. Pero al contrario de lo que nos diría un análisis simplista de la política institucional estadounidense, existen demandas importantes de la izquierda que son mayoritarias en la sociedad. Una prueba de ello es la mayoría creciente de estadounidenses - un 63% en 2020 según el Pew Research Center- que creen que el Estado tiene la obligación de garantizar el acceso a la salud mediante un programa público, algo que Biden no ha apoyado.

Y ahí es donde cobra especial importancia el empuje de la izquierda y el papel que ha jugado en este proceso. Una izquierda que transciende el espacio institucional y que se nutre de movimientos como Black Lives Matter, las movilizaciones masivas exigiendo medidas contra el colapso climático o las manifestaciones feministas frente a las posiciones reaccionarias de Trump. Estos movimientos populares han cristalizado en la elección de un número sin precedentes de congresistas del ala más progresista del Partido Demócrata y con la organización Democratic Socialists of America doblando su número de representantes en el Congreso, donde estará, por ejemplo, Cori Bush, figura destacada del movimiento antirracista en Missouri que fue avalada en campaña, entre otros, por la histórica dirigente comunista Angela Davis.

Evidentemente, siguen siendo una pequeña minoría, pero demuestran un cambio de tendencia que no debemos ignorar. Es algo que ha sucedido también en los Estados, donde diputados y diputadas de izquierda como Julia Salazar, abiertamente marxista, fue elegida congresista en Nueva York. Sin duda, es imprescindible dimensionar el papel político que ha jugado un bloque que, aunque aún no componga un nuevo sujeto político, sí ha demostrado ser capaz de movilizar a una parte importante del electorado y poner sobre la mesa los debates y reclamaciones de los movimientos sociales y de protesta.

El mismo día que se anunció la victoria definitva de Biden, la congresista Alexandria Ocasio-Cortez publicaba un vídeo en el que dejaba claro su objetivo para los próximos años: organizarse y construir movimientos de masas en torno a reivindicaciones materiales concretas. Frente a las profecías autocumplidas de cierta izquierda, en EEUU tienen claro que cualquier conquista durante la presidencia de Biden se dará a través de la movilización. Y esto tendrá una dimensión tanto en la política interior como en la exterior. No podemos olvidar los vínculos del tándem Biden-Harris con la derecha sionista, a pesar de que algunos de sus representantes, como el partido israelí Yamina ya han pedido a Trump que reconozca soberanía israelí sobre Cisjordania en los 70 días de mandato que le quedan.  Pero tampoco podemos olvidar que congresistas como Rashida Tlaib o Ilhan Omar han roto el tabú de apoyar la campaña global de boicot, desinversiones y sanciones (BDS) a Israel, en un país donde este movimiento está criminalizado en muchos espacios.

En la Unión Europea también notaremos este cambio en la presidencia de Estados Unidos. Biden se ha comprometido a devolver al país a los Acuerdos de París lo antes posible, pero esto no será suficiente para poner fin a la crisis climática. Biden ha apoyado en campaña prácticas tan lesivas como el fracking, responsable de la contaminación del agua del grifo en comunidades de gente trabajadora y mayoritariamente racializadas de EEUU. Y esto, por ejemplo, ha sido uno de los ejes de las campañas de las candidaturas de los candidatos y candidatas a la izquierda del Partido Demócrata.

En esta cuestión, como en otras, Biden y Harris tendrán que elegir entre las grandes empresas que han financiado su campaña y las aspiraciones de su electorado, además de las necesidades del planeta. Sin unos objetivos claros de reducción de emisiones del 70% en la próxima década, el daño será irreparable. Y esto es algo que ningún país puede hacer solo. Por eso, sólo a través de un retorno de Estados Unidos a los foros multilaterales y con unos objetivos estrictos – a día de hoy incompatibles con los compromisos Biden con las grandes empresas-, podremos frenar el colapso.

Un segundo eje que definirá el futuro de las relaciones entre Estados Unidos y la Unión Europea es la política comercial. Aún es pronto para decirlo, pero puede que las políticas de imposición de aranceles completamente desproporcionados de la administración Trump que tanto han perjudicado al campo español puedan ser sustituidas por unas políticas de libre comercio, completamente desregulado y sin que se impongan criterios democráticos de tipo laboral, social o medioambiental, igualmente lesivas para los pequeños productores.

Reino Unido está actualmente negociando un acuerdo de libre comercio de Estados Unidos que ha puesto en alerta a los movimientos sociales del país por la posibilidad de que permita privatizar su sistema nacional de salud público. Y la Unión Europea mantiene su posición favorable a multiplicar este tipo de acuerdos con países de todo el mundo.

La lucha que podemos adivinar contra la desregulación y por la defensa de nuestro campo y nuestra industria, por la defensa de las trabajadoras y pequeñas productoras de ambos lados del Atlántico, es uno de los motivos por los cuales urge que la izquierda en Europa afiance y refuerce sus vínculos con los movimientos sociales, políticos y sindicales en Estados Unidos con los que podemos compartir esta lucha.

Es evidente que el Partido Demócrata es una coalición muy amplia de diferentes sectores políticos de la sociedad estadounidense que, por las particularidades de su sistema político, se agrupan bajo un mismo paraguas, incluyendo una cantidad creciente de sectores de izquierdas. Esto bebe directamente de la fuerza creciente de los movimientos sociales en un país que no es ajeno a ellos. Un país que vivió las primeras décadas del siglo XX concatenando huelgas en diferentes sectores industriales, o que vio nacer el movimiento de los derechos civiles y las revueltas de Stonewall. La izquierda estadounidense no es en absoluto autocomplaciente con el escenario que se abre después de estas elecciones, y son conscientes de que se abre un tiempo de organización para conquistar sus objetivos. Los resultados electorales detallados muestran que la victoria de Biden se construye sobre los movimientos y representantes más a la izquierda, a pesar de que los sectores liberales del partido -de los que forman parte el propio Biden y Harris -, digan lo contrario. La estrategia de grandes coaliciones para aislar a la izquierda no nos es ajena aquí o al otro lado del Atlántico.

Cuando decimos que los nuevos retos globales requieren de respuestas colectivas y desde la multipolaridad, debemos también aplicar este principio a nuestras propias estructuras y organizaciones. Bien los saben las organizaciones de izquierda de América Latina, que en estos momentos vuelven a ganar terreno y cuyos líderes fueron de los primeros en felicitar a Biden por su victoria. Nos enfrentamos a retos que, como los descritos, trascienden fronteras nacionales, y para combatirlos es imprescindible reconocerse, tejer redes de solidaridad y trabajar con objetivos compartidos. La derrota de Trump puede ser un punto de inflexión importante en la política mundial o quedar como una anécdota. Que ocurra lo primero depende de la fuerza con la que se organicen los movimientos populares, principalmente en Estados Unidos, pero también aquí en la Unión Europea y en el resto del mundo.

[1] https://thenextrecession.wordpress.com/2020/11/08/us-election-women-the-young-the-working-class-the-cities-and-ethnic-minorities-get-rid-of-trump

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