Otras miradas

Los aristofrancos

Máximo Pradera

Una tela con la imagen de Francisco Franco en la concentración de ultraderechistas en Madrid para conmemorar el aniversario de la muerte del dictador. REUTERS/Javier Barbancho
Una tela con la imagen de Francisco Franco en la concentración de ultraderechistas en Madrid para conmemorar el aniversario de la muerte del dictador. REUTERS/Javier Barbancho

El viernes pasado fue 20-N. Si he de ser sincero, ni me enteré. O mejor dicho, me enteré gracias a que por la noche vi a Juan Carlos Monedero en La Frontera, despotricando contra las misas catolicorras  de homenaje a Franco. La verdad es que es acojonante que incluso con este Papa progre, la Iglesia española siga teniendo el cuajo de prestar sus templos y sus curas para honrar la memoria de un carnicero genocida. Pero quita, que a lo mejor es que el Papa Francisco no es tan progre. A lo mejor es que el progre solo es el santo de Asís al que le robó el nombre. Y él no es más que un chanta argentino. Que se permite comparar el aborto de una mujer en apuros con el asesinato a sangre fría de un sicario. Ayer fue el día mundial contra los malos tratos. Si comparar a la mujer con un narco (que recurre al asesinato por encargo para eliminar a un rival molesto), no es violencia contra la mujer, que baje Dios y lo vea.

Y qué decir de los que yo llamo Los Aristofrancos? Ya me entienden: los aristócratas franquistas. Son bastante más inquietantes que  los gatos de Walt Disney, porque entre otras cosas, son de carne y hueso. Hay decenas de ellos. Hijos y nietos de fascistas (como mi propio bisabuelo, Víctor Pradera, que fue asesor del dictador Primo de Rivera), que caminan y van apestando la tierra. Algunos dan un miedo que te cagas. Otros son tan ridículos como el Marqués de Ringorrango, el malo de mi última novela. En la camisa se han bordado el blasón que les otorgó el eunuco de El Pardo y en la cartera llevan, lista para ser exhibida, una tarjeta de visita que dice Duque de Mola o Marqués de Yagüe. Sí, amigos, el nieto del arquitecto de golpe militar del 36 y el hijo de El Carnicero de Badajoz no se han operado la cara, ni borrado con ácido las huellas dactilares. Es lo que haríamos cualquiera de nosotros, para evitar ser asociados con tan siniestros antepasados. Pues ellos no. No solo no se ocultan, sino que van fardando por ahí de los rancios titulillos con que los distinguió el marido de La collares. Lo sé por mi propio primo, que se ha hecho imprimir tarjetas en las que solo se lee Conde de Pradera. Ni teléfono, ni domicilio, ni Cristo que lo fundó. Solo el título, como diciendo: ¡chúpate esa, siervo de la gleba!

Es cierto que Don Víctor no asesinó a nadie. Y también es cierto que lo fusilaron por ser hombre de (emplearé un eufemismo) poco criterio. De muy poco criterio. Casi tan poco como el que aprueba en España las cuentas verificadas de Twitter, que llegó a concederle el simbolito azul al Pequeño Nicolás. ¡Manda huevos!

Cuando estalló la rebelión, Víctor Pradera tuvo tiempo más que de sobra para largarse a Francia y ponerse a salvo. Casi tres semanas. De las cien papeletas que tenía para acabar fusilado contra la tapia del cementerio de Polloe, en San Sebastián, él tenía 99. Y lo sabía. Pues decidió hacerse el héroe y con su obcecado patrioterismo, arrastró a su hijo (mi abuelo) a correr su misma suerte. Al pobre Javier Pradera (un entrañable jatorra que no se había enfrentado nunca con nadie) lo asesinaron al día siguiente. Por ser hijo de quien era. Dejó viuda y tres hijos.

–¡Pobres huerfanitos! – como les diría años después Doña Carmen Polo, cada vez que iba a visitarlos.

Me consta que La Coalición se ha hecho el firme propósito de desmantelar el tenderete franquista para siempre. Pero esto va muy lento, queridos míos. Casi tanto como los dineros del SEPE. O como el giro al centro de Arrimadas. José Antonio aún reposa como un héroe (cuando fue el ideólogo del Alzamiento) en Cuelgamuros. La Cruz de la Cruzada no solo no ha sido desmontada, sino que aún ostenta el título de Santa. La Santa Cruz del Valle de los Caídos.  Cuando en realidad es el equivalente carpetovetónico de la cruz gamada nazi. En Alemania, la esvástica fue la bandera del Holocausto. Aquí en España, Franco, en nombre de la cruz cristiana, exterminó a media España. Pues ahí sigue. Ciento cincuenta metros de ignominioso hormigón, reforzado con bastidor metálico y recubierto con cantera labrada y mampostería de berrugo. Mientras las placas de Largo Caballero e Indalecio Prieto yacen en una bolsa de basura en el Almacén de la Villa.

O nos ponemos las pilas, o dentro de cincuenta años el nieto de Queipo de Llano será todavía Marqués e Isabel Natividad Díaz Ayuso tendrá un hospital con su nombre.

Lo que hay que salvar no es la Navidad, es la Dignidad.

¡Arre, burro, arre!

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