Otras miradas

¿Cómo hemos pasado del Padre a las pantallas?

José Ramón Ubieto Pardo

Profesor colaborador de los Estudios de Psicología y Ciencias de la Educación. Psicoanalista, UOC - Universitat Oberta de Catalunya

Shutterstock / maradon 333
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Las personas siempre hemos necesitado contarnos historias que pongan palabras a acontecimientos cuyo sentido no está dado de entrada. El storytelling más exitoso y duradero de nuestra civilización ha sido, sin duda, el del Padre, ficción de un personaje que nos ama y lo amamos, y cuya protección nos da la garantía de tener un lugar en la comunidad y un sentido a nuestras vidas.

Hoy, está en declive y la historia que le releva en el ranking ya no surge de la religión –aunque eso no excluye que tenga devotos– sino de la ciencia y la tecnología. Es el régimen de los dispositivos electrónicos (gadgets) que invaden nuestra vida y que, al igual que el Padre, también prometen la felicidad. En este caso no a cambio del sacrificio, sino de la satisfacción ilimitada y, paradojas de la vida, puede acabar siendo más imperativo que el anterior.

Su dios principal es el iPad –o cualquier otra tableta o teléfono móvil, una especie de padre electrónico– siempre disponible. El sentido que aporta a las vidas de sus creyentes es algo menos sólido que el anterior y eso obliga a la conexión permanente para no desorientarse y perder la brújula.

Estos cambios, lejos de volvernos nostálgicos de ese tiempo pasado, mítico e inexistente, y sin la coartada del Otro que nos ordena, nos permiten a nosotros elegir y ser consecuentes con ello. Las redes sociales, además, suponen un apoyo nada desdeñable a los sujetos hipermodernos, huérfanos de referencias, y están cambiando aspectos centrales en nuestras vidas: aprendizajes, iniciación a la sexualidad, vínculos sociales y sentimentales, trabajo y participación política.

Somos en lo que conectamos

Una nueva vida algorítmica se abre paso e introduce un nuevo interlocutor, el Otro digital, y produce también una nueva subjetividad: somos en lo que conectamos ya que cada uno se define por su conexión al otro.

Nuestras maneras de satisfacernos, de mirar, ser mirados, exhibirse, hacerse oír, acosar de manera sádica... no han cambiado mucho. Eso ya estaba, nuestro Instagram analógico era la plaza del pueblo o la terraza de las Ramblas donde nos sentábamos a mirar y a mostrar, a ‘puntuar’ a los paseantes y comentarlo con nuestros amigos.

El whatsApp predigital se hacía por cable, de dos en dos, y el Tinder exigía la participación de intermediarios que llevaban los mensajes. No era igual, es cierto, pero la satisfacción pulsional que se jugaba era la misma que ahora.

¿Qué ha cambiado, pues? En lo sustancial, allí donde los ideales colectivos nos guiaban, ahora se impone la satisfacción individual y con ella la búsqueda de la excelencia en el rendimiento. Una exigencia de gozar al máximo y mostrarlo sin pudor, como si no hacerlo nos privara de una existencia auténtica. Si la familia tradicional conservaba su patrimonio gráfico en la oscuridad de un cajón, ahora esas imágenes circulan libremente por la red, duermen en la nube y cada miembro de la familia las tiene en su bolsillo.

¿Ha llegado el apocalipsis, como creía Platón cuando se inventó la escritura y desbancó a la memoria? No lo parece, pero es evidente que, junto a sus virtudes hay algunos riesgos, especialmente para los más vulnerables por edad o por condiciones sociales (porno, apuestas, ciberviolencias, aislamiento). El más importante es la absorción ilimitada de libido que produce esta nueva realidad digital, voraz, capaz de tragárselo todo (nuestro tiempo, nuestro deseo, nuestros proyectos y actividades) y que siempre quiere más.

El burn-out digital

El agotamiento digital empieza, por ello, a ser un hecho global, al igual que lo fue el entusiasmo con el que acogimos la llegada de estos gadgets. La creencia de que las tecnologías digitales automatizarían las tareas y nos dejarían más tiempo libre se ha revelado falsa. La hiperconexión ha acelerado nuestro tiempo vital produciendo un burn-out (síndrome del quemado) digital. Se observa ya una cierta fatiga: ejecutivos de las GAFAM que llevan sus hijos a escuelas con tiza, "arrepentidos digitales" que crean webs para desconectarse, colegios que deciden declarar algunos espacios libres de móviles, familias que se autorregulan. Algo de la infobesidad parece haberse atragantado y se impone la necesidad de un límite a esa voracidad, un derecho a desconectar(se).

Heidegger nos propone Serenidad ante las innovaciones técnicas y evitar los discursos catastrofistas. Aceptar los cambios sí, pero sin renunciar a nuestros principios. El psicoanalista Jacques Lacan anticipaba a finales de los años 70 que esos aparatos –incipientes entonces– terminarían produciendo sus propias aporías y paradojas. Frente a la avalancha de datos, sigue habiendo hoy preguntas sin respuesta y no todo es programable, ni tampoco encuentra su inteligencia artificial ni su algoritmo a medida.

Lo virtual y sus redes no han liquidado –ni es previsible que lo hagan– la familia, que, con sus transformaciones, resiste como siempre todos los embates, incluidos los pandémicos. Eso no obvia que el tránsito del Padre al iPad sea hoy un hecho claro. El reto de nuestra era digital y del (buen) uso que podemos hacer de los aparatos es no quedar atrapados en la compulsión y la repetición de lo mismo, para así acoger también lo distinto y preservar nuestra singularidad. Hacer de lo virtual una evocación de la presencia, y no su sustituto.


Este artículo ha sido publicado originalmente en The Conversation

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