Otras miradas

Las inclemencias del mercado

María Márquez Guerrero

Un hombre toca una llave de la luz. E.P./Jesús Hellín
Un hombre toca una llave de la luz. E.P./Jesús Hellín

Las discrepancias entre el PSOE y Unidas Podemos sobre la necesidad de regular o no el mercado eléctrico no son superficiales; al contrario, ponen el foco en el mismo corazón del sistema: la competencia, la ley de la oferta y la demanda o la libertad de mercado frente a la necesidad de su regulación para garantizar el derecho de la población a los suministros básicos.

En definitiva, se trata o bien de proteger la absoluta libertad del mercado, que, según la teoría neoliberal, como una benefactora mano invisible se autorregula y tiende hacia un perfeccionamiento del sistema para satisfacer a una parte cada vez mayor de la población...

O bien se trata de considerar que el Estado tiene un papel fundamental para garantizar la calidad y la dignidad de la vida de todas las personas, y, por tanto, tiene la capacidad y la obligación de regular la actividad económica y orientarla hacia el bien común.

Como suele ocurrir, siempre hay más de dos opciones en la resolución de un problema complejo: la realidad no suele ajustarse a nuestras rígidas dicotomías. Así, hay que decir que muy a menudo los liberales no defienden la libertad y la autonomía personal por encima de todo y en cualquier circunstancia. Suelen defender la autonomía del mercado, sí, pero siempre que no haya graves crisis económicas con grandes pérdidas en sus beneficios, porque en este último caso miran hacia el Estado buscando su protección, como ocurrió con el rescate bancario de hace una década y como sigue ocurriendo hoy día por la crisis económica y social generada por la pandemia del COVID-19.

Por tanto, es necesario cuestionar las declaraciones retóricas de los voceros de la libertad de mercado y confrontarlas con los hechos. La privatización de la economía (y de la vida), la ausencia real de libertad efectiva se manifiestan cuando se reúnen los oligopolios, por ejemplo en el sector eléctrico, pactando por arriba el precio de la luz para garantizar así sus beneficios a toda costa, aunque ello suponga peor servicio y una disminución del poder adquisitivo de los consumidores. La Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) ya ha multado en varias ocasiones a las empresas eléctricas por manipular el mercado justamente en contra de la libre competencia.

No, el mercado no es un dios justo, ni el producto de sus mecanismos es un designio irrevocable. La ley de la oferta y la demanda hace que los productos se adquieran a un precio muy alejado del coste que supone generarlos. Esta ley es injusta siempre, porque en nuestra sociedad se distorsionan las necesidades reales de la gente, que no son las que se manifiestan efectivamente en el mercado, sino que son suplantadas en él por las "necesidades respaldadas por un poder de compra"; y esto último no está nunca justificado si partimos de que en nuestra sociedad el poder de compra no está repartido de forma igualitaria, sino de acuerdo con las rentas generadas en el propio mercado, gracias al cual unos pocos disfrutan de la mayor parte de la renta y la riqueza nacional mientras que la gran mayoría se tiene que conformar con una renta solo un poquito por encima del nivel de subsistencia.

Un caso inverso al de las eléctricas, también absolutamente cruel e injusto es el de las ventas "a pérdidas" o ventas "a resultas" que sufren nuestros pequeños agricultores, otro sector que padece la crueldad del mercado a través de un sistema que devalúa el valor de su mercancía y no les permite obtener los mínimos beneficios necesarios para criar y alimentar a la familia.

Ni los neoliberales son tan autónomos y libres, ni los partidarios de la regulación son tan intervencionistas.

En este contexto, el PSOE explica que la subida de la factura de la luz coincidiendo con la ola de frío es "puntual", algo meramente "accidental" y no una tendencia. Justifica así el funcionamiento del mercado bendiciendo la ley de la oferta y la demanda sin ponerle pegas ni obstáculos, sin contemplar que exista algo que haya de protegerse por encima de la productividad o los beneficios. En definitiva, el PSOE asume la teoría liberal de la mano invisible a pies juntillas y comparte la creencia en la fatalidad de los mecanismos que controlan la economía, como un abrumador destino contra el que nada podemos hacer los humanos.

Claro que es "puntual" y es "un pico". Precisamente, esa fluidez o plasticidad en función del momento es la clave de este sistema: justamente coincidiendo con la ola de frío, cuando más se necesita el producto (mayor demanda) más suben los precios. El PSOE lo asume como un mal inevitable y cae  así dentro del bucle que difunde el credo neoliberal: "no hay nada que hacer, porque no se puede hacer nada". De este modo, se toma como fatalidad lo que no es sino el producto de una manera indeseable de organizar la economía. El discurso que da alma y representación cuasi humana a  esas fuerzas invisibles de "el mercado" busca en último término legitimar el inmovilismo.

Sin embargo, es posible considerar que es necesario garantizar siempre los mínimos vitales y que, por tanto, los derechos básicos no pueden depender exclusivamente del mercado. Todas las personas tenemos derecho, por el solo hecho de existir, a no morir de frío o de hambre, a un trabajo y a una vivienda dignos. Si los buitres especuladores se quedan con las viviendas públicas casi regladas y especulan con ellas desahuciando a las familias, el Estado tiene que intervenir para garantizar el cumplimiento del derecho a la vivienda (art. 47 de la Constitución Española).

Estamos ante una diferencia ideológica importante entre los dos partidos del Gobierno. No es algo puntual, sino la consecuencia de dos modos diferentes de concebir la economía y concretamente el papel del Estado. El mensaje sobre las naturales discrepancias no puede cifrarse en la falta de conocimiento de las leyes del sistema o como resultado de una tendencia a escapar del principio de realidad (pragmatismo); se trata de dos perspectivas: una que acepta el sistema y cree que no podemos más que suavizar mínimamente sus efectos nocivos; y otra que aspira a transformarlo. Ninguna de las dos posiciones  está sustentada por ningún tipo de fatalidad, es cuestión de ideología y de voluntad política.

A menudo, la defensa del fatum obedece a la existencia de intereses muy concretos y materiales; como decía E. Galeano, hay dolores inevitables, pero las autoridades planetarias agregan más dolor al dolor:  "En desdicha constante y sonante pagamos, cada día, el impuesto del dolor agregado... [que] se disfraza de fatalidad del destino, como si fuera la misma cosa la angustia que nace de la fugacidad de la vida y la angustia que nace de la fugacidad del empleo".

No es la inclemencia del tiempo; son las inclemencias del mercado.

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