Otras miradas

La salida. Estados Unidos después de Trump

Pablo Bustinduy

Donald Trump se despide de la Casa Blanca. — REUTERS
Donald Trump se despide de la Casa Blanca. — REUTERS

Con el final de la presidencia de Trump acaban cuatro años larguísimos para la política norteamericana. Trump llegó al poder por sorpresa, irrumpiendo en las primarias republicanas como el abanderado de una gran rebelión contra el aparato del partido, que él convirtió después en una impugnación general del establishment político del país. Su estilo provocador y su mensaje contra Washington y la política profesional, culpable de haber olvidado y traicionado a la gente a pie, encontraron una formidable caja de resonancia en el descontento y la ansiedad de la Norteamérica blanca y conservadora, radicalizada por las embestidas del Tea Party contra el cosmopolitanismo ilustrado de Obama. En una sorpresa aún mayor, Trump se impuso en las presidenciales a Hillary Clinton, gracias a una alianza poderosa entre el sur del país, el medio oeste y los distritos más golpeados por la desindustrialización de los grandes lagos. Exultante en la victoria, Trump anunció entonces una cruzada contra todos los enemigos externos e internos del país y prometió recuperar la grandeza y el esplendor de una América tan poderosa como mitológica. Sus enemigos en el partido republicano y el poder industrial y financiero del país se cuadraron tras él. Todos obtuvieron grandes réditos de ese realineamiento.

Cuatro años después, tras protagonizar el mayor intento de subversión del proceso democrático desde la era de la Reconstrucción, tras la guerra civil norteamericana, Trump se va casi como llegó: representando una gran paradoja. Su resultado en las urnas fue espectacular, pero claramente insuficiente para mantenerse en el poder. Su campaña para desconocer el resultado electoral ha tenido un recorrido que casi nadie le auguraba tras las elecciones, pero no solo no ha logrado su objetivo, sino que ha terminado provocando la pérdida de la mayoría en el Senado, la posesión más preciada que les quedaba a los republicanos. La culminación de esa campaña con el asalto al Capitolio, que Trump instigó y dirigió como el comandante de una esperpéntica milicia popular, representó a la vez una fenomenal demostración de fuerza y el acto televisado de su defunción política. Trump ha llevado su desafío al sistema político norteamericano hasta un extremo inimaginable, pero ahí, en el punto de máxima tensión, ha sido duramente derrotado. Lo que empezó como irrupción acaba con un estado de excepción y la capital tomada por fuerzas militares. Ese es el recorrido de la paradoja trumpista.

En la hora de su salida, a Trump le queda un ejército de seguidores, hasta hoy inasequibles al desaliento, y un relato con que alimentar su mito: el robo de las elecciones por parte de una conspiración global. Son dos posesiones valiosas: si algo hemos aprendido de estos años es que no se puede menospreciar la fuerza social del delirio. La base, el discurso y el estilo político del trumpismo no van a desaparecer. Se rearticularán políticamente, seguro, y esa rearticulación es de hecho lo que está en juego en la fenomenal batalla que está teniendo lugar en el seno del partido republicano. Liderados por Mitch McConnell, hasta hace unos días el todopoderoso líder de la mayoría gubernamental en el Senado, los pesos pesados del partido se disponen a expiar el pecado trumpista para posicionarse en la pelea por la recomposición del conservadurismo americano. Pero Trump no ha dicho su última palabra. La víspera de su salida, su entorno filtró la posibilidad de que el expresidente fundara un nuevo partido (algo extraordinariamente difícil en el sistema político estadounidense; el rumor buscaba, seguramente, aumentar la presión sobre quienes hoy dudan si cambiar de bando). Todo dependerá del juicio político a Donald Trump: si es inhabilitado, la batalla por su sucesión dará aún más voltaje a la confrontación interna. Si no lo es, preparará su retorno con una larga lista de nuevos enemigos. Para Trump, apasionado del conflicto y la conspiración, esta intriga es una forma de seguir reinando.

El conflicto, de hecho, es quizá la mayor expresión del legado trumpista. Trump fue el síntoma de un colapso político, el de los años dorados de la globalización norteamericana, que Obama pudo recomponer a duras penas. Pero Trump no ha traducido la gran sublevación que le aupó a la presidencia en un programa político real. Navegando un ciclo favorable, que le llevó a tasas históricas de aprobación antes del hundimiento de la pandemia, la política económica del trumpismo ha sido esencialmente continuista: grandes rebajas fiscales, que se han traducido en deuda y desigualdad, desregulación ambiental y laboral, grandes subsidios a los sectores energéticos y financieros. Nada especialmente novedoso. Sus políticas migratorias han expresado gestos de una crueldad inédita, pero en lo esencial no han supuesto una diferencia cualitativa respecto al pasado (de hecho Trump ha deportado menos que Barack Obama). Trump no ha derogado la reforma sanitaria, ha nombrado jueces conservadores, en la línea de los que habría nombrado cualquier republicano, y entre escándalos, despidos y acusaciones, ha concentrado su gestión más en el ámbito discursivo que en transformaciones programáticas reales.

Quizá el legado más significativo de Trump, el ámbito en el que realmente ha dejado huella, sea  el de la política exterior. Ahí su discurso, una acerada crítica de la globalización como premisa de un aislacionismo agresivo, sí se ha traducido en cambios sustantivos, en algunos casos quizás irreversibles. Las guerras comerciales de Trump han tenido efectos geopolíticos reales, y harán difícil regresar al tiempo en que el proteccionismo era una cuestión prohibida. El abandono estadounidense del orden multilateral, y el desmantelamiento de los marcos de desarme o cooperación, podrán quizá ser parcialmente revertidos, pero han modificado esencialmente la posición exterior de Washington. Trump deja la OTAN en una profunda crisis existencial, la relación trasatlántica desorientada, los equilibrios de Oriente Medio rehechos a su medida, una espiral de confrontación creciente con China. Pero Trump deja sobre todo un país desgarrado, enfrentado consigo mismo, al que sus contradicciones internas le hacen cada vez más difícil proyectar su poder hacia el resto del mundo. Biden tendrá difícil recomponer la viabilidad política de los Estados Unidos como hegemón global.

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