Otras miradas

El arte de resultar odioso

Máximo Pradera

Foto del actor Christopher Plummer, de diciembre de 2017, durante la promoción de la película 'Todo el dinero del mundo', en Los Angeles (California, EEUU). REUTERS/Mario Anzuoni
Foto del actor Christopher Plummer, de diciembre de 2017, durante la promoción de la película 'Todo el dinero del mundo', en Los Angeles (California, EEUU). REUTERS/Mario Anzuoni

No sé como le pude coger tanto cariño al recién fallecido Christopher Plummer, porque la verdad es que casi todos los personajes que interpretó siempre me resultaron odiosos. Creo que mi admiración y respeto hacia Plummer derivan precisamente del hecho de que tuvo la valentía de aceptar esos papeles. Y bordarlos hasta hacerlos aborrecibles.

Hubo un tiempo en que muchas estrellas de cine confundían el actor con el personaje y rechazaban papeles maravillosos, llenos de matices, porque no soportaban que su público los identificara con ellos. Querían siempre quedar bien, cuando no hay nada más insulso que un bueno de película. El caso más paradigmático ocurrió en Doble Indemnización, la magistral adaptación de Billy Wilder de la homónima novela de James M. Cain. El papel del asesino Walter Neff, que acabó en manos de Fred MacMurray, fue rechazado primero por Alan Ladd y luego por George Raft, que ni siquiera podía creerse que le estuvieran ofreciendo interpretar a semejante canalla.

–¿Dónde está la escena de la solapa? – le preguntó a Billy Wilder.

–No está prevista – le dijo el director.

Raft se refería a una hipotética secuencia en la que Neff le da la vuelta a la solapa de su americana y muestra una placa de policía.

Fred MacMurray, por entonces un actor de comedia ligera, se resistió también como gato panza arriba, pero Wilder sabía ser muy persuasivo cuando se lo proponía y el actor acabó aceptando uno de los mejores papeles de su vida, junto al del malnacido de El Apartamento.

Para el papel de Phyllis, la mujer fatal de la película, el austriaco quería a Barbara Stanwyck, por entonces la actriz mejor pagada de Hollywood, con dos nominaciones al Óscar en su haber. El papel era aún más tenebroso que el de MacMurray, y la Stanwyck estaba cagada de miedo. ¿Qué iba a pensar su público de ella? Pero al ser una actriz de intuición extraordinaria, en cuanto Wilder la provocó un poco –¿qué eres, un ratón o una actriz? – se decidió a aceptarlo y ganó su tercera nominación al Óscar.

Gore Vidal nos contó a Fernando Schwartz y a mí en Lo + Plus que a Charlton Heston, para que no rechazara el papel, hubo que tenerlo engañado durante meses en Ben–Hur, para que no se diera cuenta de que su relación de amor–odio con el tribuno Messala era de naturaleza homosexual. Lo cual demuestra lo cortito de entendederas que era el pobre, porque he visto pocas escenas más gays en el cine que aquella en que él y Stephen Boyd  brindan por su reencuentro, entrelazando los brazos y mirándose a los ojos. Todo el conflicto de Ben Hur es subtexto: no es que que Messala quiera que el judío acepte la pax romana. Lo que pretende  es volver a ser amante de Charlton Heston, como cuando tenían quince años. Y cuando éste se niega, se arma (nunca mejor dicho) la Dios es Cristo.

Pero hablábamos de Christopher Plummer, aborrecible hasta la náusea, por ejemplo, en su papel del nazi Herbert Kappler, enfrentado a un magistral Gregory Peck en Escarlata y Rojo. ¡Pero qué magnífica interpretación!

Cordialmente detestable también en la piel del magnate editorial Raymond Alden, que despide de manera inmisericorde a Jack Nicholson en Lobo (para luego volver a rebajarse, readmitiéndolo for the wrong reasons).

Petulante e indecentemente altivo en Waterloo, encarnando a un Duque de Wellington que no sabe cómo demonios acabar con Rod Steiger, en uno de los mejores napoleones que yo haya visto nunca en el cine.

Incluso como el feroz antinazi de Sonrisas y Lágrimas, a Christopher Plummer daban ganas de estrangularlo todo el tiempo, por estirado, autoritario y antimusical. Claro que ahí, la culpa volvía a ser del personaje, porque lo cierto es que los guionistas exageraron los rasgos negativos del verdadero capitán von Trapp hasta convertirlo en el polo opuesto del personaje real. Es cierto que vestía a sus siete hijos de marineritos y usaba un toque de silbato para llamar a cada uno de ellos. Pero según cuenta la benjamina de la familia, el capitán era un tipo muy afable y cariñoso, y en cambio María, al menos al principio, llegó a la casa hecha una arpía de tomo y lomo. Daba portazos y montaba numeritos histéricos en cuanto le llevaban la contraria. Por si fuera poca distorsión de la verdad, cuando llegó María, en la casa había ya una tradición musical más que notable, porque la primera baronesa, que había muerto de fiebre escarlata, tocaba el violín y el piano y tenía ya montado un repertorio con los niños de más de cien canciones. Probablemente sabían todos más música que la recién llegada novicia. ¿Do re mi? Perdona, bonita, nosotros ya estamos estudiando madrigales de Monteverdi.

Hasta tal punto me gustaba Plummer de personaje odioso en la pantalla, que en Sonrisas y Lágrimas, cuando empieza a ponerse bizcochito con las cancioncillas de María, siempre me sentí violento. Primero, porque comparado con Julie Andrews y sus propios hijos, cantaba como el culo. ¡Parecía El Dioni, no me jodas! Y se notaba que no tocaba la guitarra.

Y en segundo lugar, porque a mí Eleanor Parker siempre me gustó más que el pan frito.

Y desde la butaca, no dejaba de gritarle yo a Plummer:

–¡No nos hagas esto, tío, dale puerta a la monja! ¡La mosquita muerta, a dar la brasa al convento! ¡Nosotros, a por la Baronesa, que tiene bastante más clase, un casoplón en Viena ¡y está de pasta las orejas!

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