Otras miradas

'Conversaciones covid free'

Diana López Varela

'Conversaciones covid free'
'Conversaciones covid free'

Para cuando tuve mi primer móvil, con 15 años, seguía hablando por el fijo porque las llamadas eran larguísimas y los números desconocidos se le ocultaban a mi padre mucho mejor en la factura del teléfono de casa. Hablaba de día y, sobre todo, hablaba de madrugada: horas y horas con amigas y también con amigos. Chicos que solo mencionaban ciertos temas si nos separaba -o nos unía- el hilo telefónico. Así que durante muchos años mi vida fue una conversación constante, la que empezaba en las aulas y terminaba con un ¨cuelga tú" que siempre sonó más a declaración que a despedida. Desde luego, eso tuvo que ser bastante antes de meternos de lleno en la construcción de frases urgentes y mal escritas, y de relegar las llamadas a la ignonimia de lo antiguo. Las llamadas ahora son para las tragedias: no funciona el whatsapp y el otro no está activo en Instagram (pá que yo vea, cómo te va). También para los tenemos que hablar que seguramente ya solo usemos los de cierta edad. Dada su naturaleza – comunicar un contratiempo- las llamadas son, por definición, cortas. Y además, conviene avisar si quieres que alguien conteste al otro lado. De primero de protocolo es saber que las llamadas son terriblemente molestas.

Yo que soy un poco como Sara Montiel, antigua pero moderna, sigo disfrutando muchísimo de las llamadas telefónicas y vivo horrorizada el auge de las videollamadas que trajo la pandemia. Hablar por teléfono es como confesarse, y en ninguna confesión le ve una la cara al cura. Por teléfono se dicen las cosas más importantes que cuesta decir a la cara o que son demasiado densas para expresar en mensajes cortos. Por teléfono se pueden decir todo aquello que no se dice, lo que te juegas en las inflexiones de la voz y en los espacios que deja la respiración del otro. Como en una buena confesión en La llamada telefónica una habla y el otro escucha o finge que lo hace y así es como se pone la vida en orden. Desde que soy madre vivo una necesidad renovada de hablar por teléfono a todas horas, sobre todo a partir de las 7 de la tarde, cuando entra el padre por la puerta y yo quiero saltar por la ventana del balcón en donde huyo a refugiarme teléfono en mano.

Hace unos días mantuve una conversación telefónica de dos horas con un amigo en la que no mencionamos ni una sola vez el covid. Ni siquiera de pasada, ni tan siquiera como contexto, ni para aderezar con las estadísticas de muertos o contagios, las próximas aperturas, la cola de las vacunas o ese conocido joven y deportista que está bien jodido.

Por supuesto, hablamos de esas cosas de las que solo se puede hablar por teléfono. Él convencido de que era un hombre en plena deconstrucción, abierto al poliamor quizás, incluso mencionó ese concepto que yo tanto aborrezco de "nueva masculinidad". Yo recordando aquellas conversaciones intempestivas de mi adolescencia en donde los chicos me llamaban para confesarse mientras nuestros padres dormían y el teléfono contenía las ganas y las formas.

Por eso hablamos del pasado una y otra vez, de aquel en que la gente se besaba en los bares y follaba a quemarropa, con clandestinidad y remordimientos. Esas cosas que tenían mucha más gracia si al día siguiente podías llamar para contarlo por teléfono. "El año pasado" dijo él refiriéndose a 2019 en varias ocasiones, y yo abogué porque el año pasado sea siempre 2019 hasta que podamos volver a rozarnos mientras sobrevivimos a la no vida entre recuerdos de facebook y llamadas interminables. Él dice que no es emocional, pero lo único que le impidió hablar del Covid fueron esas dos horas de nostalgia y expectativas. Ese debatir posmoderno sobre si las relaciones de pareja debían de ser de exclusividad o no. Y yo que sigo siendo antigua pero moderna, creo que las relaciones de pareja funcionan exactamente igual que las llamadas y el whatsapp: puedes enviar mensajes cortos a varias personas al mismo tiempo pero de momento, solo podemos mantener una conversación telefónica de cada vez. Desde luego, siempre nos quedarán los mensajitos traicioneros. Pero este ya es otro tema de confesión.

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