"Saudade del papá que murió, del amigo imaginario que nunca existió...
Saudade de una ciudad.
Saudade de nosotros mismos, cuando vemos que el tiempo no nos perdona".
Miguel Falabella
Llevo días intentado dar con una palabra que defina lo que hayamos podido vivir en este último año, desde que llegó la pandemia y pareció pararse nuestro mundo. En muchas casas se definirá con palabras muy concretas y rotundas, como tragedia, drama, dolor... Más allá de estas, me refiero aquí a esa sensación extraña y personal, una especie de vacío que se quedó ahí y que no se sabe cuándo se irá, si es que lo hará en algún momento.
En el confinamiento pensaba en todas aquellas situaciones y personas que estuvieron aún peor que cualquiera de nosotras o nosotros. No sólo en quienes estaban en primera línea frente al virus, en los trabajos esenciales presenciales, ya de por sí importantes. Sino en otras situaciones extremas que mi generación no ha vivido y que otras personas sí. Y si ellas han podido o pueden con ello, por qué nuestra mente iba a ser más débil. Desde quienes vienen en patera a buscarse otro futuro, a las personas que huyen de una guerra y llevan años hacinadas en un campo de refugiados. O me venía a la memoria mi propia abuela, siendo una niña por las montañas de Ronda, escapando de la guerra civil. Me agarraba a todas esas ideas para evitar las quejas, teniendo techo y comida.
Sin embargo, el desgaste emocional estaba ahí. Y sigue, un año después, aquí. Pienso en el extraño esfuerzo que estamos haciendo. Vivimos duelos grandes y pequeños. De personas fallecidas, de personas que estaban de paso y de ilusiones rotas. Duelos silenciosos con relaciones que se han roto pero que no quieres remover ni confesar... El proceso está ahí. De la negación, a la ira, y de la ira a la aceptación. Hay cosas que no se pueden cambiar. Se asumen y hacia delante.
Cerrando etapas, y buceando entre fotografías antiguas, me aparecieron unas de mi penúltimo viaje antes del confinamiento: Oporto. Era enero de 2020. Allí, en una de esas escapadas que haces sola y que no olvidas en tu vida por lo que significaba, recordé el momento en el que subí a la plaza de la catedral. Me apoyé en uno de los muros que bordeaban la plaza y, cuando bajé la mirada, me apareció por sorpresa, sin pretender buscarla: la baranda de la saudade. Y esa es justo la palabra que creo que define parte de este último año.
La saudade se define como nostalgia o melancolía. En una ocasión, leí otra definición que me gustó por sus matices. Explicaba que era el anhelo por una ausencia, una mezcla entre pena y felicidad, tristeza y afecto. "El sabor agridulce de lo que nunca volverá", decía. Y es que todo aquello que nos ha sido privado en esta pandemia, no volverá.
Ahora mismo recuerdo el cielo celeste de Oporto, el murmullo de la gente haciendo fotos frente a la catedral, la brisa de aire en mi cara, el Whatsapp que entró en mi teléfono mientras hacía la foto, la música del violín que sonaba en la plaza... Recuerdo, también, que me quedé un rato mirando aquella "varanda da saudade". En aquel momento lo pensé. Ahora más aún. Me refiero a que ojalá hubiera una baranda real a la que asomarse para volver a sentir algo o a alguien que ya hemos perdido.
Es decir, después de este año, volver a Oporto y asomarse a esa baranda para ser consciente de lo vivido, de lo perdido y de lo ganado en este último año, donde todo ha sido más rápido e intenso que de costumbre. Cada persona tendrá nombres, ideas, proyectos y lugares que evocar. Desde aquel espacio, brotarían, como me ocurre ahora mientras escribo, decenas de saudades, algunas que soy capaz de verbalizar y otras que ni puedo. Creo que todas esas saudades permanecerán hasta el fin de nuestros días. Y que, de hecho, no son solo un recuerdo nostálgico de lo que no volverá, sino más. Mis saudades están en mí, en mi carácter y en mis cambios para resistir. En esa resiliencia desarrollada ante lo imprevisto.
Un año después, cierro los ojos, me imagino en esa baranda y los recuerdos me vienen. Saudade de los muertos. Saudade de los planes prometidos e incumplidos. Saudade de los proyectos irrealizables. Saudade de abrazos largos, de besos incontables, de paisajes, de olores de antaño y de risas perdidas. Saudade de la familia que está lejos, de las charlas y confesiones que solo podías decir cara a cara. Saudade de promesas que esperan, no se sabe muy bien dónde, pero que no olvidas. Saudade de la esperanza, a ratos. Saudade de ti y de tu ilusión por comerte el mundo, de saber qué estás haciendo o pensando. Saudade de mí, de lo que era y de quién era. Saudade de la vida.
"Saudade es esto que sentí mientras estaba escribiendo y lo que tú, probablemente, estés sintiendo ahora después de leer...", decía Falabella. ¿Pero qué es la vida, sino esto? Por eso, después de todo, desde aquella baranda de Oporto que nos devuelve las saudades, hay que abrir los ojos, respirar profundo y sentir la gran fortuna de que por ahora te has salvado. Asumir que no hay certezas. Que no merece pensar en lo que estaba de paso. Que hay que centrarse en el presente y en el ahora. Ser consciente de que enfrente tienes la vida. Para ti. La que otros ya no tienen. Que si no nos lanzamos a vivirla, nos arrepentiremos para siempre, aunque eso sea romper cadenas. Que es nuestro deber salir corriendo a por ella cuando vuelva. Que la vida hay que comérsela porque estamos aquí cuatro días y solo hay una. Y guardar las saudades en nuestro rincón más privado, para recuperarlas con unas lágrimas que terminen en sonrisa cuando todo pase.
Porque todo pasa. Esto también. Siempre.
Comentarios
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