Otras miradas

Los motivos de la vieja guardia

Daniel Bernabé

Los motivos de la vieja guardia
Felipe González, Pedro Sánchez y Alfonso Guerra.- EFE

Entre los años 1900 y 1905 se editó en Madrid una revista bajo el peculiar nombre de Gente Vieja, últimos ecos del siglo XIX. La cabecera, obviamente reaccionaría por oposición al modernismo, consideraba a su rival literario frívolo en su temática, endeble en su propuesta y engolado en su lenguaje, oponiéndole la precisión y robustez de lo que el grupo editor consideraba que habían sido las señas de los escritores españoles de la anterior centuria. Se apostaba, además, por una vejez militante, ya que los que allí firmaban tenían que haber superado los cincuenta años. Visto desde nuestro presente, cuna de lo pueril, de una juventud tan falsa como mitificada que se alarga lo que el consumo requiera, la revista Gente Vieja resulta, más que amenazante, entrañable.

Casi tanto como que una polémica literaria, estética, pero también en torno al progreso y el conservadurismo, diera para editar una cabecera, mantener una tensión argumentativa entre los jóvenes de melena larga y guantes de terciopelo verde y los senectos señores de frente despejada y puñetas manchadas de tinta azul. Los que siempre nos hemos considerado modernos, modernos de Machado, Regoyos o Secundino Zuazo, vemos en aquella distante polémica la tensión de un mundo que, de un lado, no entendía que la tradición no es más que la repetición de las necesidades del aparato productivo y que, de otro, pensaba que el mundo podía transformarse mediante racionalidad sin contar con el nunca bien ponderado poder de la inercia cultural. Hoy ya no hay modernidad, cambio ni progreso, tan sólo una noria contemporánea que lleva cuatro décadas atrapada en el pastiche: a cada giro la copia se vuelve aún más decadente. Pero sigue habiendo gente vieja. Vieja y oportunista.

Eso pensaba al ver la portada de ABC del domingo, donde la vieja guardia socialista se encrespaba por el indulto a los líderes independentistas catalanes, que se convertirá, de aquí al verano, en la absorbente batalla en la que el país quedará sumido. La diferencia es que mientras que los escritores de Gente Vieja, entre los que en alguna ocasión llegó a estar Manuel Azaña, tenían unos principios, un criterio y unos fines, la antigua dirigencia hace pastiche de sus principios socialistas para obtener tan sólo un fin: evitar que el Gobierno del PSOE, de la mano de Unidas Podemos, tenga una segunda legislatura. Este y no otro es el objetivo que se persigue, el motivo esgrimido es puramente circunstancial. 

Entiendo que haya gente que se oponga al indulto por una manifiesta antipatía hacia los independentistas, un sentir popular, que no tiene por qué coincidir con la derecha pero que ha sido totalmente rentabilizado por esta, que considera que el procés puso en peligro a todo el país y que, además, fue una expresión egoísta del acaudalado que quiebra la solidaridad nacional cuando las cosas se ponen feas saliendo por patas. Hay eso, también una parte de odio ciego hacia lo catalán sembrado con esmero durante décadas, por motivos de mezquindad electoral de una derecha que en la primera década de siglo no tenía otros palos que tocar. Además existe una actitud, especialmente en el entorno de Junts, que no ha pronunciado enmienda, aunque sea táctica. Lo cierto es que el indulto lo será, más que para los presos, para todo el país, uno que debe desenredar el otoño de 2017 antes de encarar la reconstrucción que vendrá a partir del otoño de 2021.

España no puede salir tarde y mal de esta crisis, o se verá descolgada tanto del motor europeo como de la escena internacional. Cada minuto que se pierda en una de sus regiones más prósperas, Cataluña, pensando una independencia virtual o en el resto, regodeándose en la contraparte del rojigualdismo, que no es aprecio a España sino combustible reaccionario, será un minuto perdido sin hablar del cómo de los fondos europeos, que sólo serán maná para unos pocos sin la imprescindible presión de la calle. El indulto no será la panacea que resuelva el problema soberanista, pero sí la oportunidad para su solución: de ahí que los sectores más independentistas en Cataluña no lo quieran por romperles la narrativa de la España irreformable.

Una narrativa que se volverá a dar en Colón, plaza donde lo único decente que queda ya es el nombre del actor con el que se denomina su teatro subterráneo. Arriba algarada vocinglera del perro de tres cabezas aznarista, al que le importa la unidad territorial sólo si es rentabilizable bajo la enseña de Borgoña, más pastiches, esta vez imperiales en un país que forma parte de una Unión Europea que, nos guste o no, marca una parte sustancial de lo que se puede o no hacer desde Moncloa. Cuando España se rompe en Jaén, en Teruel, en León o Soria, con despoblación, falta de industria o un paro juvenil desbocado, los amigos de las ensoñaciones imperiales no sacan las banderas, simplemente porque están más entretenidos en pergeñar un paraíso fiscal madrileño que tiene bastante más que ver con el secesionismo catalán que con la unidad nacional que tanto predican.

Lo reseñable, decíamos, es que los antiguos líderes socialistas, alguno indultado tras ser condenado por terrorismo de Estado, salgan de teloneros de los de Colón, en pleno entusiasmo dominical, para intentar convencer a esa parte de la sociedad a la que aún le repele el hedor franquista, pero que todavía puede tener oídos para los que fueron sus referencias en aquella década de los ochenta. Es jugoso, sobre todo para un escritor, pensar en las motivaciones personales de aquellos que lo dominaron todo y que pasaron, de un día para otro a partir de 1996, a ser jarrón chino. Si ya enseñaron la patita con Zapatero, con Sánchez no han parado de dar zarpazo tras zarpazo a un Gobierno que, cabe recordar el pequeño detalle, está comenzando ahora la legislatura por haberse encontrado con una pandemia de por medio. Se intuye el odio, más que al joven, al presidente que tuvo una segunda vida tras el golpe de Ferraz en otoño de 2016, uno enmendado por las bases del PSOE un año después, buscando esa renovación para que, nunca más, nadie les comparara con el PP en una plaza.

Pero sobre todo lo que hay es una intencionalidad política: si el Gobierno progresista llega a una segunda legislatura, incluso agota la actual, es más que probable que se encuentre con un escenario de crecimiento súbito tras el parón vírico. Y eso, bonanza, al mando de Sánchez, pero también de Yolanda Díaz, es lo que muchos no quieren ver ni en pintura. La cuestión, y esto no es la primera vez que se lo cuento, es que hay que amputar por completo tanto el resultado como la idea de la década convulsa, 2010-2020, esa que nos cuenta que la movilización popular sirve para algo y que, después de mucha calle, hay gente sentada en los escaños que no va a tener una puerta giratoria con la que justificar su cinismo ni su amoralidad. La cosa no es que ellos consigan poco, la cosa es que ustedes se den cuenta de que podrían conseguir mucho más si pasamos del trending topic al asfalto. 

No es la unidad de España, una que no está ni estuvo en cuestión. No es un conflicto entre el independentismo y el rojigualdismo. Es la consolidación de la restauración o el impulso del cambio. Ustedes deberían mirar con perspectiva, de al menos diez años, a cada cosa que ocurra en estos meses que vienen. El Gobierno explicar con pedagogía, actuar con prontitud y comportarse con contundencia. Pero sobre todo superar este episodio con políticas sociales: la mayoría del país quiere hechos, no banderas, pero se quedarán con las banderas si no hay hechos.

 

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