Otras miradas

El verano en los márgenes

Oti Corona

@LaCrono__

Imagen de Merio en Pixabay
Imagen de Merio en Pixabay

En la rebotica de Confecciones Cataluña había un tarro de Nocilla, pan, Casera Cola y un cuchillo de sierra. Los escaparates de la tienda, en los que mi madre mostraba sus mejores ofertas de lencería, ropa infantil y perfumería, lindaban con el callejón en el que pasé los veranos de mi infancia, compartiendo juegos y peleas con otros niños y niñas cuyas madres regentaban el resto de locales del barrio. Tendría unos seis años la tarde de julio que, después de prepararme el bocadillo de Nocilla, me dio por usar el cuchillo de sierra a modo de bolígrafo, con tan mala suerte que me vio mi hermana mayor. Siempre fiel al cumplimiento del deber, me advirtió que podía cortarme y me ordenó que dejase el cuchillo en su sitio.

También yo era leal a mis funciones, así que seguí "escribiendo" como si tal cosa. Cuando por fin se me clavó una punta de la sierra en el dedito y empecé a sangrar como cerdo, se me ocurrió tapar el corte con la mano contraria y atravesar la tienda hacia la salida, con gran disimulo para que ni mi madre ni mi hermana descubrieran la proeza. Me senté en el escalón de Marlo, la tienda de mi mejor amiga en aquella época, con la esperanza de que mis problemas se resolvieran solos, abriendo la manita de vez en cuando para comprobar la profundidad del tajo y lamentándome por mis dos manos empapadas de sangre. En una de estas salió la vecina, vio en qué estado me encontraba y fue disparada a chivarse a mi madre, que procedió a tomar las medidas oportunas: reñirme, lavarme la sangre, reñirme, desinfectarme la herida, reñirme, contárselo a las vecinas, reñirme y disponer al barrio entero en fila para que me riñeran por turnos.

Así era la maternidad de entonces: un trabajo en equipo. Trastada que hacías, trastada que te ganabas la bronca de toda la tribu. Mientras jugábamos al aire libre, sabíamos que las madres de todos eran como la madre de una, y que lo mismo que estaban para una bronca, estaban para arreglar la cadena de la bici o poner una tirita.

Convertíamos las calles en patios de recreo improvisados con cuerdas, pelotas, rayuelas con tizas de colores, hula-hoops, monopatines, tiendecitas sobre cajas de fruta puestas del revés, pompas de jabón y juegos de corros y de palmas. Ignorábamos que nuestros veranos de estampas felices se habían construido a hombros de un cuerpo de mosqueteras cuidadoras, mujeres que cargaban con una jornada laboral completa y con el cien por cien de las tareas de crianza.

Hemos avanzado y nuestros hijos habitan una sociedad que, aún muy alejada de la igualdad necesaria, es algo mejor para nosotras. El tiempo de cuidado por fin empieza a repartirse: en cuanto llega mayo, quienes tenemos hijos andamos cabizbajos y mohínos, echamos cálculos, pactamos horarios, nos tiramos de los pelos con nuestras parejas, con nuestros compañeros de trabajo y, en menor medida, con nuestro jefe para cuadrar las agendas de vacaciones escolares antes del veintidós de junio de forma que los niños estén bien atendidos. El tiempo de descanso, trabajo y cuidados se distribuye entre progenitores, abuelos, canguros, escuelas de verano y pantallas. Sí, has leído pantallas. Esto no va de educar, va de sobrevivir. Si no te gusta que los enchufemos al youtube mientras freímos los huevos de la cena, ve tú a vigilarlos. Y, de paso, tiende la ropa.

El mayor peso sigue cayendo sobre las madres, pero ya no es habitual que solapen el tiempo de trabajo remunerado con el de crianza. En nuestro afán por repartir, hemos repartido el espacio público, de manera que las criaturas no tienen más remedio que concentrarse en los parques, lugares a los que no pueden ir solos porque los toboganes alcanzan alturas imposibles, los columpios los diseña a menudo un estrambotista y hay un puñado de cacharros que necesitan de una persona adulta que acarree de acá para allá cuerdas y poleas. Los barrios, atestados de tráfico, se han vaciado de críos y de juegos, y la última vez que pasé por el callejón de mi infancia lo habían invadido unos barbudos que bebían a morro de tetrabriks de litro. Nuestra sociedad es un poco más justa para nosotras, sí, pero, ¿lo es para los niños? ¿Pueden nuestros hijos sentir que la ciudad les pertenece? Diría que no.

El verano regresa con su tiempo lento y sus tardes eternas sin prisas ni horarios pero los críos han perdido un espacio público que también debería pertenecerles. Ni quiero ni debemos volver a la sobrecarga y el abuso que soportaron nuestras madres. Sin embargo, es urgente que encontremos soluciones más equilibradas porque nuestra sociedad nunca será completamente justa si obligamos a los niños a permanecer en los márgenes.

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