Por fin, vemos la luz al final del túnel de esta crisis sanitaria. Pero el impacto económico y social de la pandemia son demoledores y profundos. En España, la pandemia nos deja 6 millones de personas en riesgo de exclusión severa, 2 millones más que en 2018. Las peores cifras de los últimos 15 años.
Los Presupuestos Generales del Estado (PGE) para el 2022 confirman un avance significativo en inversión social, dando respuesta a las enormes necesidades que ha traído consigo la pandemia. Se amplía el gasto social, se refuerzan los servicios públicos, se incrementan las dotaciones para dependencia o se actualiza el ingreso mínimo vital. Todas medidas en la buena dirección, pero que no pueden obviar que, en materia social, venimos de estar en el vagón de cola de la Unión Europea. Y no pueden obviar tampoco la necesidad de abordar el gran problema de fondo, un modelo de crecimiento de la economía española que ha descansado en la precariedad laboral y la concentración de la inversión en sectores de poco valor añadido. Es imperativo acometer la transformación.
Este proyecto de presupuestos pone el acento en la juventud, y hacen bien. Los jóvenes son el rostro de la pobreza en España. Junto con el colectivo de migrantes, son las personas que han sufrido, de forma desproporcionada, esta crisis. Acceder a un empleo digno o emanciparse es un sueño inalcanzable para muchos. Tenemos la tasa de paro juvenil más alta de toda la UE. Miles de jóvenes no consiguen encontrar su primer trabajo, y quien lo consigue, lo hace en condiciones de subempleo o altamente precarias. Más allá de la inyección de recursos, superar esta situación implica trabajar con todos los agentes, abordando las disfuncionalidades del mercado laboral, apostando por mejorar la estructura ocupacional y crecer en sectores de mayor valor añadido.
Pero estos PGE suspenden en materia tributaria. Se pierde la oportunidad de aprovechar las oportunidades e impulsar las reformas necesarias, especialmente en el impuesto del patrimonio y en la imposición de las rentas de capital, para conseguir una mayor progresividad del sistema fiscal en su conjunto. Un sistema siete puntos por debajo de la media de la Unión Europea y que es tremendamente regresivo. El año pasado, el 88% del total recaudado recayó sobre las familias y las personas trabajadoras, frente a un pingüe 8% generado a través del impuesto de sociedades.
Ahora, la principal medida estrella es que las empresas paguen un mínimo efectivo del 15% del impuesto de sociedades. Pero el diablo está siempre en el detalle, y de nada sirve gravar ese 15% sobre una base imponible que es un coladero agujereado la elusión y la evasión a paraísos fiscales y por innumerables deducciones, exenciones y créditos fiscales que benefician especialmente a la gran empresa.
Esperemos que, en los días que nos siguen, los debates en el Congreso estén a la altura del momento, y hablen de lo que importa, con la mirada puesta en la lucha contra la desigualdad y una senda de recuperación inclusiva y transformadora.
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