Otras miradas

Seguimos teniendo la palabra

Luis Enrique Ibáñez

Profesor de Lengua y Literatura

Luis Enrique Ibáñez
Profesor de Lengua y Literatura

"No es necesario que seas un Al Capone para transgredir las reglas,
sino que basta con que pienses"
Philip Roth, Me casé con un comunista

Nosotros, los maestros, seguimos teniendo la palabra.

Aunque en demasiadas ocasiones parece que nos han despojado de ella, que, efectivamente, nos han dejado sin ganas de vencer, tenemos voz y podemos, debemos, pensar. Son demasiadas las cosas, malas, que están ocurriendo, y demasiado poco el tiempo que nos regalamos para reflexionar sobre ellas. También son demasiadas las trabas que, desde instancias sin alma, devotas de la estadística, nos ponen a cada paso, a cada intento de hablar, a cada idea de hacer.

No son pocos los sueños docentes que algunos vamos dejando por el camino, alentados por un tristeza rutinaria que al parecer nos han impuesto, o, quizá peor, nos hemos dejado imponer. No son escasas las miles de excusas (muchas de ellas absolutamente razonables) que podemos poner encima de la mesa para decir después "no puedo más y aquí me quedo". Pero, precisamente esas son las palabras que José Agustín Goytisolo pidió a su hija que nunca pronunciara. Mas sí, es cierto son excesivas las vejaciones a las que hemos sido sometidos. Acompañadas siempre por un desprecio emitido desde arriba, y generalmente asumido, sin problemas, por aquellos que tendrían que estar a nuestro lado, defendiéndonos, defendiéndose, me refiero a los ciudadanos de a pie, a los padres, a la gente que, equivocando la diana, adoptando la posición más cómoda, sigue pensando que "no hacemos ni el huevo, que cobramos un pastón y que tenemos demasiadas vacaciones." Porque es mucho más fácil canalizar tu rabia contra el que tienes al lado que plantear la lucha, de verdad, contra aquello, aquellos, que realmente te tienen sometido. Se trata, simplemente, de abrazar el discurso del esclavo.

Ahora, además, vendrán esas campañas institucionales de inicio de curso, alabando de modo hipócrita la figura del maestro. Pero todos sabemos que en cuanto empiece el partido nos coserán a palos.

Y esto ocurre en ese plano general, y también en nuestras relaciones internas como profesores, y esto es grave, muy grave. A veces tengo la sensación de que somos capaces de machacarnos entre nosotros, porque ya hemos abandonado, débiles, la idea obligatoria de luchar contra lo de arriba, contra aquello que define nuestra condición de seres callados.

Nosotros trabajamos con seres humanos, con jóvenes, y nosotros, los maestros, seguimos teniendo la palabra.

Trabajamos todos los días con un material humano, vulnerable. Por eso nuestras palabras, y los significados que podamos exigirles, son importantes. Cada palabra, cada gesto que producimos tiene una incidencia, puede producir chispazos de reacción, de significado real, vital. Y estamos cansados, al menos yo, pero resulta imposible desprenderse del poder que todavía tenemos, aunque no lo queramos.

Estar, hablar con seres humanos, ese es nuestro oficio, enseñar, abrir las puertas del pensamiento. Esto supone, también inevitablemente, un chantaje que, como todos, es de carácter emocional.

Ese chantaje tiene casi siempre una traducción que eterniza las inercias de un sistema y nos hace bajar la cabeza, incluso sin saber cómo nos sentimos al hacerlo; nos induce a seguir, y seguir, porque todos los días, no tenemos más remedio, vemos más de 120 caras que al parecer dependen de nosotros, de lo que hagamos, de lo que digamos. Y, a pesar de todo, hacemos que la cosa funcione. Y Ellos, arriba, sonríen y piensan "míralos al final cumplen bien, da igual lo que les hagamos". Lo que ocurre es que sin darnos cuenta terminamos trabajando como Chaplin en aquella fábrica: sacamos las piezas, la producción se completa, todo funciona, pero en el camino olvidamos cómo salen las piezas.

Y no son piezas, ojalá, son el futuro aletargado, nuestros jóvenes, nosotros. Son nuestras palabras, los tesoros que nos están robando, y duele.

Sin embargo, el hecho de que Ellos sepan que al final, y a pesar de todo, vamos a cumplir con nuestro deber puede ser convertido en un arma interesante que, como inteligente bumerán, se vuelva contra esos que continuamente están realizando reformas para que nada cambie. Somos conscientes de que, aunque en los textos oficiales no se cansan de repetir aquello de "fomentar el espíritu crítico", en realidad, desde esa oficialidad no se cansan tampoco de poner todos los obstáculos posibles para que en las aulas no se pueda sembrar ese pensamiento crítico.

Ese es lugar que debe ocupar el profesor como significante fundamental de un idioma que no se puede perder.

La escuela siempre ha sido, salvo históricas excepciones, un factor crucial utilizado sin ningún pudor para validar el sistema de poder. Pero ahora quizá, ay Celaya, estamos tocando el fondo. Parece que ya ni siquiera se molestan en emplear las palabras "pensamiento" y "crítico", para qué. Ahora las nuevas reinas de la tribu alienada son palabras traidoras, compradas, como "competitividad" o "cultura emprendedora", toma ya... Flaubert lo vio con absoluta claridad: "Llegará un tiempo en que todo el mundo se habrá convertido en hombre de negocios (para entonces, gracias a Dios, ya habré muerto). Peor lo pasarán nuestros sobrinos. Las generaciones futuras serán de una tremenda grosería." (Enrique Vila-Matas, 'Dietario voluble') Ahora la Filosofía ha sido denostada como una suerte de chuchería innecesaria y las Humanidades, en general, van a resbalar indefensas por el desagüe de la Historia. "Todas las palabras del lugar se han intoxicado" y las que nos quedan limpias pueden ser prohibidas.

Sin embargo, nosotros, los maestros, seguimos teniendo la palabra.

Habrá que pensar qué queremos hacer con ella. Podemos bajar la mirada y hacernos cómplices de su discurso enajenador, hundidos en lo cotidiano, esclavos de cifras y normativas, repitiendo todos el mismo decir, siguiendo todos el mismo guión, como en la iglesia... mudos.

También podemos hablar de verdad. Abrir las orejas de nuestros alumnos. Obligarles a preguntarse si es verdad que las cosas son como les dicen que son. A que sean ellos los que se atrevan a interpretar la realidad para, después, rebelarse contra ella. A no aceptar que esto siempre ha sido así. A no creer que las cosas son inevitables. A creer que puede que alguien esté moviendo los hilos de la Historia en sentido contrario. A construir su propio discurso. A desenmascarar el Discurso del Amo. A recuperar el lenguaje.

Tenemos que eliminar la posibilidad de que el complejo de culpa, ya aceptado por sus padres, invada la conciencia de nuestros alumnos. Debemos proyectar en su pensamiento la idea de que el saber, el conocimiento, no son vías para la obtención de un empleo. Son, fundamentalmente, armas imprescindibles para poder defenderse del Mal.

Y nosotros, los maestros, seguimos teniendo la palabra. Y Blas de Otero quiere saber cómo vamos a utilizarla.

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