En estos días, como suele ser habitual cada año desde la Conferencia de las Partes (COP) de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático de Berlín del año 1995, los principales medios de comunicación, y de creación de opinión, dedican durante sus grandes titulares al grave problema que supone para la humanidad el cambio climático.
A estas alturas, tras 26 encuentros internacionales, hay al menos un consenso mundial amplio respecto del origen antropogénico del cambio climático provocado por la concentración de gases de efecto invernadero. Sin embargo, poco o nada se dice sobre otros impactos negativos medioambientales que generan nuestra forma de producir y de vivir.
La insostenibilidad manifiesta de este sistema económico hegemónico no solo se visibiliza en el cambio climático, sino en otros procesos paralelos que presentan un elevado nivel de interconexión. Se trata, entre otros, de la extinción de especies, del proceso acelerado de deforestación, de la degradación de suelos, del agotamiento y deterioro de acuíferos o de la contaminación del aire. Asimismo cabe mencionar el cada vez más evidente agotamiento de las reservas de ciertos materiales en la corteza terrestre, necesarios para mantener vivo el crecimiento de la renta mundial. Se trata, por ejemplo, de los elementos que componen las denominadas tierras raras, el litio, el grafito o el cobalto, o el "peak" (cénit) que tienen o pueden alcanzar en las próximas décadas productos como el petróleo, el cobre o el uranio.
Negar pues la extralimitación física, energética y biológica de la dinámica productiva y de consumo actual es sencillamente una estupidez. En este sentido, y siendo conscientes de su importancia estratégica en el futuro más cercano, es también una entelequia pensar que resulta factible mantener el motor del crecimiento acelerando los procesos de transición energética (de la energía fósil a la renovable), o que es posible salir de la "escasez" que provoca el propio sistema económico con procesos de reciclaje y reutilización de los materiales. No se trata solo de cambiar las fuentes de energía o circularizar la economía. En efecto, la insostenibilidad nos sugiere que tenemos que reducir las crecientes necesidades que nuestro sistema productivo tiene de materias primas y energía.
Pero no solo éste. La llamada globalización económica dinamiza un proceso productivo que, como hemos visto, es extractivo, biocida y fósil-dependiente. Además, desde una perspectiva sociolaboral, es precarizador y generador de desigualdades sociales crecientes. Esta segunda característica tampoco goza de una "COP" anual. Y es que se suele pasar por alto que este marco productivo que esquilma recursos naturales, también deteriora las condiciones de trabajo y de vida de un porcentaje muy elevado de la población mundial, especialmente de aquellos que se ven obligados a vender su fuerza de trabajo para sobrevivir. No olvidemos en este sentido que el volumen de empleo en una economía de mercado viene determinado en última instancia por la producción de bienes y servicios (por eso se dice que la demanda de empleo es una demanda derivada). A su vez el empleo, en todas sus dimensiones, es necesario para la inmensa mayoría parte de la población mundial para obtener los recursos monetarios suficientes para poder consumir.
A modo de ejemplo: el 1% de los ricos, según Oxfam, acumula el 82% de la riqueza global, y algo más de 2.100 personas milmillonarias poseen más riqueza que 4.600 millones de personas (el 60% de la población mundial). Esta desigualdad es la consecuencia de las altas tasas de desempleo, del elevado porcentaje que supone en muchos países el trabajo informal, del crecimiento de los llamados "trabajadores pobres", del incremento continuado de la precariedad laboral, o de la expansión de los llamados "falsos autónomos". Un proceso de pauperización y precarización de la clase trabajadora que es la consecuencia de los cambios regresivos que se realizan en los distintos marcos reguladores nacionales, especialmente los laborales y los fiscales. Cambios cuyo objetivo no es otro que reducir el poder individual y, sobre todo, colectivo de la clase trabajadora frente a la clase empresarial. De ese modo se limitan las posibilidades de una distribución más equitativa del crecimiento de la productividad en las empresas (salario directo) y se restringe la capacidad redistributiva de los Estados (salario indirecto y diferido). Solo así podemos leer, en los países más desarrollados económicamente, las distintas reformas laborales, los procesos de privatización de los servicios públicos o las reformas regresivas fiscales regresivas. Ni que decir tiene que en países con un nivel de desarrollo económico inferior, todavía es un ilusión un marco laboral donde se reconozcan ciertos derechos individuales o colectivos, o un Estado del Bienestar con capacidad redistributiva. Resaltar que este proceso de crecimiento de las desigualdades en el reparto de la riqueza en un mundo globalizado se produce tanto intra como inter países.
Por lo tanto, al igual que el proceso productivo hegemónico se caracteriza por su insostenibilidad, también lo hace por su inequidad. El crecimiento continuado de la eficiencia y la productividad que alimenta el aumento del beneficio empresarial (máxima que guía el comportamiento "racional" del individuo), orienta las políticas empresariales (y también las actuaciones de los gobiernos). Las inversiones en I+D+I se convierten en necesarias no solo para diseñar nuevos productos y servicios y abrir nuevos mercados, sino también para modificar los procesos productivos y así mejorar la rentabilidad del capital en base a unas condiciones más "óptimas" de conversión de la fuerza de trabajo potencial en trabajo productivo. Para que el beneficio absorba el mayor porcentaje de la productividad, condición sine qua non para garantizar la salud del proceso de acumulación de capital, el coste laboral medio debe crecer siempre por debajo de esta. De esto también trata el tan publicitado proceso de digitalización en el que estamos insertos.
Por otra parte, desde el lado de la demanda, este modelo productivo necesita para rentabilizarse un crecimiento continuado del consumo (en extensión, más personas consumiendo, e intensidad, más consumo per cápita). La expansión y estabilización de los mercados es una condición necesaria para que el proceso económico sobreviva. ¿Cómo si no iba a rentabilizarse el crecimiento de la productividad? Se le añade un nuevo frente a la política exterior y de defensa de los países más desarrollados: además de asegurar el abastecimiento de mano de obra y de materias primas y energía, también debe dinamizar la apertura y estabilización de los mercados de consumo. Es el consumo en última instancia el que convierte la creciente producción en renta, y con ella se cierra el círculo y toma forma el proceso de acumulación de capital y concentración de la riqueza que define nuestro sistema económico y social.
Debemos recordar que este proceso absurdo está socialmente legitimado en base a la construcción política de ese homo economicus que actúa bajo el dictamen del egoísmo individual, que tiene acceso garantizado a la propiedad privada; especialmente, a la de los medios de producción, y al que se le reconoce capacidad de elección (libertad) en base a sus capacidades individuales y dentro de los límites de las llamadas fuerzas del mercado. Ni la sostenibilidad ni la equidad, por lo tanto, son objetivos intrínsecos de este constructo social. Reiteramos: se construye políticamente.
Después de los datos señalados más arriba, parece evidente que este consumo necesario para satisfacer el aumento constante de la productividad tampoco se reparte de forma igualitaria en el mundo. Ni mucho menos. Otro dato de Oxfam nos revela esta desigualdad: el 10% de la población mundial genera el 50% de las emisiones globales. Además, Oxfam estima que si el consumo del 10% de las personas más ricas del planeta se limitase a aquel que hace un ciudadano europeo corriente, se reduciría un tercio la huella de carbono del mundo. Empezamos, por lo tanto, a hablar de cosas serias, como la concentración de la riqueza.
Así, siguiendo esta lógica, es imposible, más allá de ciertos espejismos nacionales o regionales, compatibilizar la eterna eficiencia-equidad-sostenibilidad. Ya era una quimera, incluso con las recuperadas políticas keynesianas, equilibrar el binomio eficiencia-equidad a escala global: sentar las bases para un reparto equitativo de la riqueza es, como hemos visto, contraproducente para el proceso de acumulación a escala planetaria. La equidad en el reparto de la renta en los países nórdicos o centroeuropeos de la que se vanagloria la socialdemocracia o incluso la democracia cristiana europea, y que hoy siguen siendo los objetivos políticos de la mayor parte de la izquierda europea, sólo fue posible gracias a la explotación de los recursos naturales y de la fuerza de trabajo allende sus fronteras, o incluso gracias a los procesos de segmentación de sus propios mercados de trabajo con la llegada de inmigrantes o la expulsión de la mujer del ámbito laboral. El gran pacto keynesiano de postguerra y la construcción del Estado del Bienestar, no fue generalizado, ni mucho menos, en el mundo.
Las COP fracasaron, fracasan y fracasarán frente al cambio climático y el resto de retos medioambientales, como lo harán los tan cacareados Objetivos de Desarrollo Sostenible, tanto en su vertiente medioambiental como sociolaboral. Y la razón es que no se discute en ambos foros del origen del problema, sino solo de alguno de sus síntomas, en el caso de la COP26, el cambio climático. Es como si a una víctima de cáncer se le quisiese curar únicamente con paracetamol para bajarle la fiebre. En la COP no se habla de la insostenibilidad social y medioambiental del sistema económico hegemónico, de la forma de vida a la que aspira la mayor parte de la humanidad, ni de la concentración repugnante de la riqueza. Al contrario, se intenta conformar un discurso posibilista que haga compatible el aumento del bienestar material (del consumo) y la sostenibilidad, en este caso amparándose únicamente en la transición energética. Se obvia un pequeño detalle: que aun siendo toda la energía renovable (algo imposible), se seguiría amplificando otras problemáticas medioambientales y aumentando los niveles de inequidad social.
Como hemos visto, la acumulación de capital y la concentración de riqueza (y de poder) que conlleva es el motor que mueve esa necesidad de aumento constante de la productividad y del consumo compulsivo. Actuemos en origen (que se dice en prevención de riesgos laborales): limitemos (prohibamos) la riqueza (individual y colectiva); introduzcamos impuestos que confisquen la riqueza que exceda de cierto nivel desde la base, desde los centros productivos; prohibamos aquellas prácticas económicas que sean medioambientalmente insostenibles; aumentemos la riqueza material de los miles de millones de personas que en estos momentos viven en situación de pobreza y exclusión social... Solo así se podría pensar vagamente en un mundo sostenible y equitativo. En ese mundo debe prevalecer la equidad y la sostenibilidad frente a la quimérica libertad de elección del individuo y a la propiedad privada de los medios de producción. La globalización capitalista sin reglas no funciona: la COVID lo ha evidenciado más si cabe. Sólo a través de un cambio del modelo económico y productivo, con un mayor peso de lo público a escala global, se puede empezar a paliar o frenar el camino a la hecatombe que ya vaticinaba Antonio Guterrez, Secretario General de la ONU.
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