Otras miradas

Asediar el Capitolio desde Palm Beach

Leo Moscoso

Asediar el Capitolio desde Palm Beach
06/01/21, Manifestantes en el interior del Capitolio.- EFE

Pronto se cumplirá el primer aniversario del 6 de enero de 2021, fecha de aquel acontecimiento inédito en más de doscientos años de constitucionalismo norteamericano. Si hubiera sido una de las protestas —mucho más pacíficas— del movimiento Black Lives Matter, los guardias con equipos antidisturbios habrían lanzado gases lacrimógenos, habrían cargado contra los manifestantes y habrían practicado, como hicieron durante las protestas contra el asesinato de Georges Floyd a manos de la policía, centenares de detenciones. Posiblemente también, la cifra de muertos ocasionados por la brutalidad policial habría sido muy superior a las cinco bajas registradas en el "asalto" al Capitolio.

No fue así el 6 de enero de 2021. Incluso si los amotinados entraron en el recinto a la fuerza, incluso si algunos de los despachos de los congresistas fueron saqueados, incluso si algunos de ellos iban armados... Nada. Los polis corrían delante de la turba, no detrás de ella, y los que no corrían querían un selfie con los amotinados. Si hubieran podido, es posible que, a poco que las condiciones hubieran sido otras, una parte de ellos se hubiera puesto del lado de la sedición. No conviene frivolizar: no se trataba de una cervecería de Múnich, sino del edificio del Congreso de los Estados Unidos de América. En Múnich los sediciosos no tenían el poder ejecutivo del Estado; en Washington sí.

Con todo, convendrá no olvidar que el Putsch de la cervecería de 1923 se saldó con la muerte de más de una docena de nazis y cuatro policías. No es que no pueda haber golpes incruentos, pero es difícil ver un golpe de Estado detrás de la fiesta de disfraces del Capitolio. Tampoco fue una insurrección, sino más bien un motín. Para que fuera una insurrección, los amotinados habrían debido tener la voluntad de hacerse con el poder político, y una situación de soberanía múltiple debería haberse abierto paso. Tendría que haberse verificado, en otras palabras, una situación revolucionaria. Pero no se trató de eso. Ciertamente se trató de un asedio instigado y respaldado por el presidente saliente, pero los que le siguieron fueron un puñado de colgados, convencidos de que Trump decía la verdad cuando alegaba fraude electoral, que fingieron asediar al legislativo. Un Putsch fallido, un amago de golpe de Estado, todo lo más.

El trumpismo y la amenaza del gobierno faccional vistos desde España

Trump dice ahora que "la insurrección tuvo lugar el 3 de noviembre de 2020", durante la elección presidencial, y que el tumulto del 6 de enero de 2021 en Capitol Hill no fue más que "la protesta pacífica" (unarmed protest) contra esa "elección amañada" (rigged election). Para "discutir estas ideas" Donald Trump convoca ahora una rueda de prensa mundial en el resort para millonarios del Mar-a-Lago Club, del que el especulador inmobiliario es propietario, en los cayos de Palm Beach (Florida).

En España conocemos bien a los que juegan con esa clase de argumentos: ¿siguen los dirigentes de la derecha española asegurando que el operativo salafista del 11-M de 2004 fue ordenado por ETA para que el PSOE pudiera desalojar del gobierno al PP? ¿Siguen los dirigentes de la derecha española creyendo —suponiendo que alguna vez lo hayan creído— que el actual ejecutivo del PSOE y UP es un gobierno "inconstitucional", "fraudulento", "ilegítimo" o "felón", como tantas veces lo han declarado públicamente?

La cuestión es que el sistema político norteamericano procede de una revolución, y la revolución continúa presente en la constitución, ora como origen más o menos imaginario de la soberanía, ora como peligro a conjurar. La declaración de independencia arranca precisamente del reconocimiento de que los hombres, guiados por la razón, podrían gobernarse solos. En el número 39 de los papeles de El Federalista  se reconoce que el principio fundamental sobre el que descansa la revolución es la capacidad de la humanidad para el auto-gobierno.

Pero no nos engañemos. Esa capacidad para el autogobierno es precisamente la que es puesta en cuestión cuando la democracia es remplazada por alguna forma más o menos benevolente de fascismo. Por eso es inconcebible aceptar el brochazo gordo de quienes quieren ver fascistas incluso detrás de los partidos independentistas de la burguesía catalana que claman por el autogobierno. Por la misma razón de que lo contrario de la democracia es la autocracia, en las antípodas del autogobierno está el fascismo. Los congregados en Capitol Hill no estaban allí para defender la soberanía popular o la democracia frente a la colusión entre los partidos del régimen. Eso fue lo que sucedió, en efecto, con el movimiento "rodea el Congreso", que muchos ciudadanos apoyaron en España en 2012 (25-S) y luego otra vez en 2016, ante el lamentable espectáculo de aquellos diputados del PSOE absteniéndose para facilitar la investidura como presidente del gobierno del presidente del partido más corrupto de la historia de la democracia española. Se denunciaba que la derecha española corrupta estaba impidiendo la formación de un gobierno con la única mayoría que había —y hay— en el Congreso de los Diputados: una mayoría forjada contra la corrupción y las políticas de austeridad del PP.

Aunque moleste a las derechas españolas, lo cierto es que ninguna de las dos veces los manifestantes trataron de invadir el Congreso de los Diputados en Madrid, ni tampoco se alteró el normal funcionamiento de la cámara. Ni siquiera el Parlament de Cataluña dejó de funcionar más que para reunir a los diputados en una dependencia distinta del hemiciclo cuando el President proclamó en 2017 aquella Declaración de Independencia que fue suspendida unos minutos después. Los activistas de Madrid no tenían el poder (ni el ejecutivo, ni ningún otro) y los independentistas catalanes sólo una fracción de la administración de un territorio. Ahora bien, tanto los activistas de Madrid como los de Cataluña han pagado con penas de prisión su desafío a la sede del poder legislativo.

El 6 de enero de 2021 en Washington, en cambio, sí hubo alteración del normal funcionamiento del Congreso. El recuento tuvo que detenerse, así como la proclamación del presidente entrante. Muy pocas parecen el medio centenar de detenciones practicadas en Washington, y tampoco se entiende por qué las fuerzas del orden no clausuraron el edificio dejando dentro a todos los que habían conseguido introducirse ilegalmente en su interior para después poder detenerlos uno a uno.

Ni insurrección, ni golpe. Pero tampoco se trata de "terrorismo doméstico", como dijo con prodigiosa ingenuidad el presidente entrante Joe Biden. Terrorismo es poner bombas en los supermercados o desahuciar a la gente de sus casas; poner los pies encima de la mesa del despacho de la presidenta del Congreso es simplemente una gamberrada, aunque el despacho de Nancy Pelosi pertenezca a toda la nación. No hubo rebelión sino un alboroto perpetrado por un puñado de hooligans obtusos. Lo que sí ha habido durante todos estos años es un gobierno faccional y sedicioso que ha fomentado el espíritu putschista de los norteamericanos agraviados por la mundialización.

Esos seguirán estando ahí, con o sin Donald Trump. Como muchas veces en política, lo interesante de lo sucedido el 6 de enero de 2021 es que nadie lo esperaba. Los que nos habíamos esforzado en decir —cuando nos dejaron— que el apoyo electoral de Trump estaba respaldado por un movimiento social, y que los movimientos sociales no siempre están del lado del progreso o de la justicia, fuimos ignorados por todos aquellos a quienes la historia del supremacismo blanco (por ejemplo, el Ku Klus Klan), o de aquellas Women for Christian Temperance no debieron parecerles indicios suficientes de los peligros a conjurar. Y es posible que los mismos James Madison o Alexander Hamilton nos hubieran ignorado también: Madison estaba convencido —con razón— de que la concentración de la propiedad y la desigualdad necesariamente habría de conducir a la degeneración de la república en una oligarquía. Pero aquellos mismos, que abiertamente prefirieron la república a la democracia, estaban convencidos también de que la arquitectura constitucional norteamericana les blindaba contra la amenaza de un gobierno de facción. Para Hamilton (El Federalista 9), la unión es la garantía contra el gobierno faccional y la insurrección. "Una unión bien ordenada frena y controla la violencia faccional" — leemos a Madison en los papeles de El Federalista 10.

¿Gobierno faccional? ¿Qué debemos entender por facción? James Madison dejó escrito en el mismo lugar que por facción debía entenderse: "un número de ciudadanos, tanto si son mayoría como minoría, que se han unido y actúan por algún impulso o pasión común, o por algún interés contrario a los derechos de otros ciudadanos, o a los intereses permanentes y agregados de la comunidad". Bien. Ya hemos hablado de la facción. Hablemos ahora del gobierno. Si el principio fundamental sobre el que descansa la revolución es la capacidad de la humanidad para el auto-gobierno, habría que reconocer que el gobierno no sería necesario si los hombres fueran ángeles, leemos en el 51 de El Federalista. ¿Cómo prevenir los efectos perniciosos de un gobierno faccional? O bien eliminamos sus causas, o bien controlamos sus efectos. James Madison propone que sólo hay dos métodos para eliminar las causas del faccionalismo: o bien destruimos las libertades que resultan esenciales para su existencia; o bien damos al resto de los ciudadanos las mismas opiniones, las mismas pasiones, y los mismos intereses.

¿Es posible neutralizar la facción?

Es obvio que el primer remedio es inane: la libertad es a la facción lo mismo que el aire al fuego. Pero igual de idiota que aniquilar el aire para prevenir los incendios, sería abolir la libertad —esencial para la vida política— sólo porque ésta pueda alimentar la facción. Ahora bien, si el primer remedio es fútil, el segundo es claramente impracticable: mientras que la razón humana sea falible, y el hombre tenga libertad para emplearla, habrá infinitos posicionamientos individuales. Mientras las pasiones vivan y se manifiesten en las opiniones, no hay mucho que hacer. La diversidad de las facultades del hombre —en las que se han originado, según creen los founding fathers, los derechos de propiedad— es un obstáculo igualmente insuperable para la uniformidad de los intereses. Si la propiedad deriva de la diversidad de las facultades humanas, de ella derivan a su vez las divisiones sociales, hasta el punto que la más común fuente de las facciones ha sido la desigual distribución de la propiedad: "Those who hold, and those who are without property have ever formed distinct interests in society" (El Federalista, 10).

Así las cosas, sólo parece posible controlar, no las causas de un gobierno faccional, sino sus efectos. Si la facción es menos que la mayoría, es posible hacer prevalecer el principio republicano, que faculta a la mayoría para derrotar a la facción por medio del voto.

No hay un moralista, como Maquiavelo, detrás de los argumentos anteriores. No hay mistificación alguna de la moral: los principios morales tienen una eficacia muy limitada. Ni los motivos religiosos ni los morales son fiables como controles adecuados. No sirven como inhibidores de la injusticia y de la violencia individual, y pierden su eficacia en proporción al número de individuos a los que habría que persuadir. Cuanto más necesarios, menos útiles. La propuesta de los federalistas era prevenir y neutralizar. Prevención quiere decir impedir que la misma pasión o interés se consolide en una mayoría. Neutralización quiere decir hacer a la mayoría incapaz de concertarse y de llevar a efecto sus esquemas de opresión.    

¿Qué nos queda, entonces? —se preguntaban los federalistas. La respuesta más directa es la república. República, pero no democracia: es decir, gobierno representativo. La arquitectura constitucional norteamericana buscaba alcanzar este escenario por medio de dos resortes. En primer lugar, la delegación del gobierno en un pequeño número de ciudadanos elegidos por el resto; en segundo lugar por el número mucho mayor de ciudadanos sobre el que cabe extender una república. La extensión territorial fomenta la dispersión funcional del poder. No olvidemos —decían— que "America is a «compound republic»", y no una "single republic", lo que procura una doble seguridad para los derechos de la gente: los gobiernos se controlarán unos a otros al tiempo que cada uno estará controlado por sí mismo. Y en segundo lugar, combatir el mal de la facción mayoritaria. Se trata no de proteger al pueblo de la opresión de sus gobernantes, sino de proteger a una parte de la sociedad contra las injusticias que pudieran serle infligidas desde la otra parte.  Para ello, o bien creamos una voluntad política que sea independiente de la mayoría, o bien creamos una fuente de autoridad "dependiente de la sociedad" pero —y esa es la esencia del experimento americano— la sociedad quedará dividida en tantas partes diferentes, que contendrá tan vasto número y variedad de intereses que hará imposible concertar a una facción contra el resto de la sociedad (El Federalista 51).

Los sucesos del 6 de enero de 2021 muestran que el "experimento" no ha funcionado como los founding fathers esperaban. Algunos propusieron emplear la enmienda XXV para incapacitar al presidente saliente Trump, o inhabilitarlo mediante un nuevo impeachment. Pero ello no resuelve el problema. Hay más de 74 millones de votantes de Trump que van a seguir alimentando la máquina sediciosa. Los trumpistas que prometieron "volver a la carga" en la víspera de la toma de posesión de Biden siguen ahí. Esa es la verdadera amenaza: no el numerito del Congreso en el D.C. Está claro que Trump habría tomado el camino de la sedición si hubiera tenido millones de ciudadanos frente al Capitolio. Sus seguidores pronto se darán cuenta de que no basta con tomar la sede del legislativo. De algo, empero, podemos estar seguros: durante los próximos años el movimiento MAGA va a tratar de prevalecer por cualquier medio.

Indicador de ello es que el machirulo sigue enrabietado. No es de extrañar. Hay que remontarse a George Bush Sr. (mandato 1988-1992) para ver a un presidente salir de la Casa Blanca después de sólo un mandato. George Bush senior pronunció su célebre promesa "read my lips, no more tax increase...", pero subió los impuestos a los ciudadanos —especialmente a los menos favorecidos— para meter a los Estados Unidos en la primera guerra de Irak. Con todo, no se le ocurrió disputarle la victoria a Clinton en 1992. Trump se empeña en cambio en seguir negando su derrota electoral. Por eso ha sido también el primero desde 1974 que no ha acudido a la toma de posesión de su sucesor.

Pero haríamos mal en centrar nuestra atención en el señoro que salió hace un año de la Casa Blanca, o en el payaso ese con el torso desnudo y ataviado con cuernos de bisonte que ha sido condenado a algo más de tres años de prisión. Teniendo en cuenta que los tipos como ese luego van a votar, nuestro problema —atentos, también en España— es encontrar la fuente de tanta majadería. El trumpismo no tiene otro origen que la creciente desigualdad en las formaciones sociales del capitalismo neoliberal. Una vez instalada la desigualdad rampante, no hay antídoto contra el gobierno populista. La batalla es pues reinstaurar niveles de igualdad que permitan desactivar el dispositivo neofascista.

La Democracia bajo Asedio

Desigualdad significa miseria creciente para quienes no forman parte de la oligarquía. Sabemos cuál es el desenlace de una situación en la que la inmensa mayoría ya no tiene nada que perder: habrá luchas, y algunas de esas luchas ya las estamos viendo en el recrudecimiento de los conflictos sociales en el hemisferio occidental. En tal caso tendrá que haber invisibilización y criminalización de la protesta contra la desigualdad, y represión. Mucha represión. Si tiene que haber represión, entonces se precisará igualmente de una decreciente visibilidad del poder represivo neofascista. Por eso el neofascismo es fascismo "amigable", "simpático". Fue Bertram Gross quien en 1980 (en su libro Friendly Fascism. The New Face of Power in America) vio mejor que nadie la tendencia en ciernes: un amistoso partenariado entre grandes empresas y gobiernos fuertes para preservar intactos los privilegios de los ultra-ricos, quienes habrán de parapetarse detrás de la movilidad del capital y de la inmovilidad de la ley. Formulada antes incluso de la inauguración del ultraconservador Ronald Reagan, la tesis de Gross era que, el complejo político-económico de la empresa que él llama —con no disimulada socarronería— "America Inc.", no necesita de hecho del cesarismo de la Alemania nazi. Ahora todo es mucho más amigable: el fascismo simpático será una mezcla de coacción y sofisticados métodos de manipulación.

Mientras las políticas públicas no consigan revertir las desigualdades acumuladas en casi medio siglo de revolución neo-conservadora, una nueva era de neofascismo emergente —o fascismo simpático, si se prefiere— asomará frente a nosotros por el horizonte. Mientras este proceso no se detenga, la revolución no la estarán haciendo las fuerzas de progreso, sino las utopías reaccionarias que hoy reconcilian con sorprendente desparpajo el ultra-liberalismo económico que sacraliza los mercados y el autoritarismo anti-igualitario que denigra la democracia. Así las cosas, el horizonte no puede ser otro que un estado oligárquico capaz de imponer fórmulas empresariales de gobernanza con paquetes de políticas públicas (rebajas fiscales a los ricos, devaluación salarial, desmantelamiento de los servicios públicos...) diseñados para mantener intacta la acumulación de la riqueza en manos de una minoría privilegiada de especuladores y de plutócratas. La berlusconización de la gobernanza es justamente eso: estar en manos de gente que no quiere discriminar el beneficio privado del interés público. Igual que aquel funesto empresario italiano, son gentes que hablan de democracia sin saber de lo que hablan.

Hace años era popular entre los marxistas la tesis de que el fascismo era un recurso de la burguesía para poner coto al movimiento obrero en caso de necesidad. Algunos han podido inferir que, si el movimiento obrero no representaba ya una amenaza para el capital, entonces no había amenaza fascista. Es un error. No sólo es un error porque, en el actual contexto de creciente desigualdad, seguramente vamos a asistir a una reactivación de las luchas obreras. Es un error porque la tesis de que "el fascismo ya está con nosotros", o la tesis contraria de que "el fascismo aquí no puede pasar", no son más que dos formas complementarias de ceguera. Mientras implosiona el imperio americano veremos a los poderes oligárquicos desprenderse de sus disfraces democráticos. Ello no depende de si los movimientos sociales representan o no una amenaza para los privilegios de las elites. Dependerá más bien de si éstas pueden o no continuar con la pantomima de la división de poderes y de la democracia representativa. En todo caso, y como advirtió Gross, si no hacemos nada para evitarlo, la tiranía del fascismo simpático se propagará introduciéndose como la bruma por las rendijas; lo hará despacio y sigilosamente —escribió Gross— "como si tuviera pies de gato". Mientras tanto, el fascismo simpático proseguirá con su carrera hacia el interior de las instituciones y su sorprendente polimorfismo nos impedirá darnos cuenta de que es un error presentar como fascistas a los que simplemente piden auto-gobierno, y que en cambio no es muy "liberal" que digamos impedir que tu adversario tome la palabra. Fascismo es en cambio organizar una campaña de retirada por la fuerza de los lazos amarillos de protesta por el encarcelamiento de los dirigentes independentistas catalanes, cuando los dirigentes independentistas no te han impedido a ti desplegar tus enseñas y banderas. Da igual que tú no creas ser un fascista. "No lo saben, pero lo hacen" es —como advirtió Karl Marx— el rasgo primordial de la conciencia humana en el estado ideológico.

El populismo en la esfera política no es más que el correlato de la desigualdad económica y de derechos. La cuestión es saber qué clase de gobierno populista nos espera: uno autoritario y regresivo bajo la forma de una democracia vigilada o un gobierno popular que radicalice y profundice en los principios de la democracia. En ambos casos habrá que conjurar el peligro del faccionalismo. El problema de la facción en el "capitalismo popular" que ahora tenemos es que la facción es, por el momento, menos que la mayoría... pero muy poco menos. No hablamos de la facción de los no propietarios desposeídos, sino la de aquellos que defienden con uñas y dientes las propiedades que, según creen, ostentan gracias al trabajo, al esfuerzo y al talento. Naturalmente, ninguno de ellos se planteará que sus logros respondan no al talento sino a la falta de escrúpulos. No está tan claro que Madison y Hamilton acertasen ni en sus ideas sobre el origen de la propiedad en la inteligencia y el talento (¿acaso no es el propio Trump la mejor muestra de que semejante enunciado es un error?), ni en sus predicciones sobre la capacidad de la constitución americana de aguantar el envite de una facción... aunque sea minoritaria. Es minoritaria, pero no es una amenaza despreciable. Especialmente si es, como sucedió entre 2016 y 2020, el brazo ejecutivo del gobierno el que la apoya. Atentos.

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