Con el paso de los años me he convertido en una persona impaciente, ansiosa y propensa a la crispación. Desde niña he convivido con un carácter eufórico deseoso de empezarlo todo cuanto antes y acabarlo la primera, con un cerebro revolucionado que, en algún momento entre la adolescencia y la primera adultez, cristalizó en estrés crónico y una obsesión patológica por tenerlo todo bajo control.
Desde que soy madre he entrenado la paciencia como nunca antes había hecho. Horas y horas de lactancia materna a demanda, sentada en el sofá o inmovilizada en la cama, en silencio, sin más entretenimiento que su cuerpo caliente sobre el mío y mis propios recuerdos de noches ruidosas que amanecían en bares. Horas y horas intentando dormirla con tetas, brazos y paseos, desvelada en la oscuridad, en donde una lámpara encendida y las páginas de un libro pasándose podrían defenestrar todo el trabajo previo. En donde hasta la pantalla del móvil con brillo a cero podría despertar a la bestia.
El otro día viví un momento trágico en el que tuve que poner a prueba toda mi paciencia. Como una siempre llega justa a las cosas importantes, me pasé una mañana de infarto para conseguir presentar un proyecto cultural a unas estupendísimas subvenciones de la Deputación de A Coruña y cuya convocatoria expiraba el martes 1 de febrero a las 14 horas. Exactamente, el día que yo me puse a enviar la documentación. Como bien sabe cualquiera que tenga la desgracia de lidiar frecuentemente con las plataformas telemáticas de las administraciones, no hay nada menos intuitivo, sencillo y accesible que las sedes electrónicas con las que nos quieren hacer creer que la relación con el ciudadano pasa por la democracia. Si a esto le sumas un ordenador Apple, una conexión en Safari y atender a la vez a tu bebé de 14 meses, os podéis imaginar que mi mañana fue de todo menos tranquila. Mientras la niña daba vueltas alrededor de la mesa del salón, intentaba meterse dentro de los cajones y se colgaba de las sillas del comedor, yo buscaba documentación en mails, pedía modelos a la gestoría, intercambiaba audios de WhatsApp con una colega que pretendía ayudarme, me descargaba otro navegador e intentaba instalarme el programita para la firma electrónica en mi moderno Macbook Air, que me espetaba una y otra vez que no podía abrirlo porque provenía de un navegador malicioso llamado firmaelectronica.gob.es. Entonces, volvía a escribir a la gestoría, para que ellos me devolviesen cada documento firmado, y, mientras mi hija le quitaba las pilas al mando para intentar comérselas, y se me quemaba el arroz yo volvía a descargarme el archivo versión .1(2).1.firmado para subirlo al maldito Subtel.
Llegó la hora de la comida y la puse en la trona y, al tiempo que mi hija chillaba un "mamamamamamamama" más machacón que el de Rigoberta, tiraba el arroz quemado y un trozo de calabacín resbalaba sobre la pantalla de mi ordenador, el reloj de la web de la Deputación se me presentaba como una agónica cuenta atrás. No sé cómo, conseguí subirlo todo a las 13.53 horas. Después me senté, observando satisfecha el fruto de mi trabajo, hasta que me di cuenta de que solo había subido la documentación relativa a la empresa y ni media palabra relativa a mi proyecto teatral. Eso iba en otro enlace. Faltaban siete minutos para que se cerrase la convocatoria. Tenía todos los documentos a mano pero sin firma, imposible desde mi ordenador, así que llamé a mi novio que estaba comiendo tranquilamente en un receso de su tranquila jornada laboral y le dije que corriese a su despacho para subir los archivos que le enviaba y mi novio dejó su comida caliente porque me ama y se sentó en su silla, y entró en la dichosa web con mis credenciales y cuando quiso subir los archivos, tampoco podía firmar porque evidentemente en su ordenador no estaba mi certificado digital.
Llegaron las 14 horas. Mi hija se había metido el arroz y el tenedor dentro del body y la berenjena, en el pelo. Llamé a la Deputación para llorarles un poco, pero no estaba la persona responsable. Después, conseguí hablar con ella. Era una mujer, puede que madre, intenté conmoverla. Le mentí un poco y le dije que me había enterado de las ayudas el día anterior. No había empatía en su corazón de funcionaria helado. "Llevamos quince años con estas subvenciones y seis con el Subtel y solamente en una ocasión se permitió presentar una candidatura después de la hora porque se demostró que el ordenador había fallado". Yo quería contarle que, en realidad, hacía dos semanas que sabía de las ayudas, pero que justo había coincidido con las obras en la casa de los abuelos y que no se pudieron llevar a la niña. Y que estuve sola en esas dos semanas en que mi hija aprendió a correr aún sin caminar bien y que, literalmente, no podía despegarme de su espalda porque tenía alma suicida. Y que, además, la niña quería estar todo el rato en la calle viendo "bausbaus" porque había aprendido a ladrar, un hito importantísimo en su desarrollo. Y, sobre todo, que mi proyecto era precioso y súper feminista... Me dijo que estuviese más atenta el año que viene.
Miré a mi hija, que tenía un pisto de verdura sobre las pestañas y pensé que, si cualquier otra persona me hubiese boicoteado así, habría cogido su sucia cabecita y la habría metido dentro del horno. La cogí en brazos mientras ella ya estaba en la parte de la canción referida a las tetas y tuve que comerme el arroz quemado mientras me bajaba el sujetador con las manos pringadas de aceite. Porque si hay seres impacientes, esos son los bebés. El ser humano nace desconociendo el sentido de la espera. Después nos educan, nos socializan, nos enseñan a esperar, a aguantarnos las ganas, a contenernos, a obedecer. Pero los bebés son pura impaciencia: lo quieren ahora y lo quieren ya.
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