Otras miradas

La Gran Coalición al son del 'no future'

María Corrales

Periodista

La Gran Coalición al son del 'no future'
Televisor en un vertedero.- Pixabay

Dice Diego Garrocho en su libro sobre la nostalgia que un buen antídoto contra el esencialismo es pensar en el pasado como algo que se labra y no cómo algo sólido e inmutable. No sé si es una idea revolucionaria, pero he de reconocer que ante la angustia del fin del camino que es el mañana, la idea de que tan importante es labrarse un buen pasado como un buen futuro es, por lo menos, francamente tranquilizadora. Un buen pasado es a quien hay que agradecerle tener una buena amiga al lado, los conocimientos que despejan el sentido de aquello que observamos o, incluso, las palabras que volcamos en cualquier conversación por muy anecdótica que sea.

En mi pasado hay cosas buenas y cosas no tan buenas, pero sí me gusta agradecerle a mi adolescencia punk una cierta desconfianza inherente a las llamadas al orden y a la estabilidad sobre las que he ido leyendo estos meses. Crecí en un pueblo del interior de Catalunya en el que las modas que llegaron a la capital en los 80 y 90 se quedaron petrificadas para nosotros en los 2000. Me di cuenta el mes pasado, cuando les hablaba emocionada a mis compañeros de trabajo de que en abril me iba a ver a los Cock Sparrer y me devolvieron una mirada de interrogación. En fin, qué le vamos a hacer, no diría nada nuevo sobre la desconexión entre el campo y la ciudad que no hayáis visto después de las elecciones en Castilla y León.

En todo caso, la cuestión es que partiendo de esa fijación por lo disruptivo que más tarde fui justificando teóricamente, me da un poco igual si la defensa de lo establecido se hace en nombre de la estrategia, de "los tiempos fríos" o de la gran coalición frente la extrema derecha. Todo conduce a lo mismo: un cierre de filas sobre un supuesto orden existente que a día de hoy no se sustenta en ningún consenso institucional estable. Una suerte de resignación en la que nos tocaría gestionar las pequeñas reclamaciones de las que, por otro lado, la política institucional siempre se encargó.

Hubo un tiempo, no hace tanto, en el que la palabra estabilidad significaba hablar, no del hoy, sino del deseo de una nueva ordenación política frente al caos y el desorden de lo existente. Rebuscando en ese buen pasado, me he acordado del debate encendido que generó Íñigo Errejón cuando fue entrevistado en Salvados hablando de la necesidad de disputar el orden. Orden, sí, pero no el orden como el estado actual de las cosas a preservar. Orden como anhelo, orden como pulsión de quiénes no tienen miedo a sacudir un pelín las cosas porque la vida que llevan ya se ha convertido en una carrera de obstáculos.

Así que estos días, cuando el debate sobre la estabilidad y el cordón sanitario institucional con cualquiera y a cualquier costa ha vuelto emerger, he tenido un poco la sensación de dejavú. En realidad, mi impresión general es que hace algún tiempo que la izquierda navega en una especie de bucle temporal en el que cada vez que surge una dicotomía nueva, volvemos a empezar de cero. No culpo a nadie, porque lo cierto es que pocos anclajes institucionales y políticos han quedado de las conclusiones a las que se llegó cuando este país era todo bullicio y creatividad.

Y es que hay que aceptar una realidad que a veces es dolorosa. 2022, pandemia mediante, no nos ha pillado con una sociedad que de pronto se ha hecho conservadora, nos ha pillado de resaca. De resaca de una oleada democrática donde sí se vislumbraban Ítaca o Icaria, según el caso. De resaca emocional y material por las expectativas que ahora intentamos fijar precariamente cuando la marea ya ha bajado. Cualquier autocrítica debería partir de ahí, todo lo demás es coyuntura.

Sin embargo, el problema es que mientras la izquierda sobrevive a partir de debates cíclicos y esa desgana tan propia de los protagonistas del día de la marmota, el mundo ha seguido su curso y a las casa de la gente no ha llegado ni estabilidad, ni orden nuevo, ni nada que se le parezca. Más bien al contrario, las cosas se han ido enquistando hasta tal punto que por no enfadarse, la gente ha ido cerrando las televisiones de sus salones porque no les apetecía ver más la cara del político de turno. Eso significa que si antaño los asesores pasábamos horas discutiendo el matiz del titular del día siguiente, hoy nos damos con un canto en los dientes si alguien se entera de alguna de las cosas que hemos hecho.

En este sentido, no es casualidad que a pesar de que Vox lleva meses sin hacer grandes performances a lo moción de censura, su intención de voto siga disparada. Tampoco lo es el espectacular resultado de Soria Ya cuyo portavoz era un absoluto desconocido para la mayoría de los mortales hasta el 13 de febrero. Y es que parece que las cosas se mueven por otro carril. El de lo sobresaltos que florecen de los problemas cuando se pudren, sea este el conflicto territorial o el conjunto de malestares sobre los que la extrema derecha consigue cabalgar. La polarización no es un capricho político, la polarización es un síntoma de la falta de pilares maestros sobre los que estructurar nuestra sociedad en común.

Siguiendo la exposición inicial, podría acabar el artículo con un no future como una catedral visto que la cosa ha quedado bastante deprimente. Sin embargo, el mismo italiano que Íñigo Errejón tenía en la cabeza cuando hablaba de disputar el orden en La Sexta nos enseñó algo así como que el optimismo de la voluntad puede prevalecer incluso en los momentos en los que todo parece caer del lado de adversario. Eso sí, por lo que más queramos, dejemos por favor de confundir el pragmatismo con la renuncia a cualquier horizonte de transformación.

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