Fue en 2015 cuando un niño de seis años quedó huérfano de madre en Terrassa, después de que su padre la asesinara y, luego, se suicidara. Ahora, en 2022, sus abuelos (tutores legales) han acudido a los medios de comunicación para recordar que el menor no quiere llevar el apellido de ese asesino. Escucho a los dos e imagino lo diferente que imaginarían que sería su vejez hace unos años. Jamás pensarían que perderían a su hija para siempre, que tendrían que criar a un nieto y responder las preguntas más duras que se pueden hacer en esas circunstancias. Ahora hablan con cansancio, después de llevar años de administración en administración, esperando que cumplan con ese cambio de apellidos.
En 2019 recibieron una carta del Ministerio de Justicia diciendo que se haría el cambio con "brevedad", pero han tenido que recordar que seguía sin resolverse su situación. Ahora ese menor tiene 13 años y se espera que a finales de mes, por vía de decreto ley, se cumpla con esa petición, cuya demora es injustificable. Y todo ello a pesar de que la ley del Registro Civil prevé que en los casos de violencia de género se pueda hacer sin el procedimiento habitual. Porque los apellidos dan identidad, explican las raíces, marcan de dónde venimos y, obviamente, que tu padre haya asesinado a tu madre es motivo de sobra para que ese cambio sea lo más urgente posible. Recordaba el caso de los hijos de Ana Orantes, que realizaron esta modificación entre los primeros casos en Andalucía. Sorprende que estos abuelos hayan tenido que afrontar todo este largo proceso en mitad del duelo por perder a su hija. O quizás, no.
Es probable que durante todos estos trámites hayan encontrado falta de empatía y comprensión. Porque, por mucho que digamos, la negación y los prejuicios sobre la violencia de género perviven a pesar de las leyes. El otro día, sin más, Núñez Feijóo desveló una de esas frases que muestran ese pensamiento automático. Y no me refiero al debate de conceptos entre violencia intrafamiliar o violencia de género, sino cuando remarcó que había en esos casos "un problema con su pareja". Pero es que la violencia de género no va de eso. Porque ella no tiene la culpa y el único problema lo tiene el agresor consigo mismo, con su comportamiento hacia ella, con su necesidad de control y de posesión por encima de todo. Ideas como estas no son solo de Feijóo.
Están en los propios operadores jurídicos y administrativos. Es lo que se llama violencia secundaria. Y lo que al final ejercen contra las víctimas es la violencia institucional, cuando por efecto o por omisión hacen un ejercicio de reparación tardía o nunca llega a producirse. Ahora, el Gobierno está dividido a la hora de reconocer la violencia institucional contra las mujeres en el sistema de Justicia. Eso a pesar de los casos de Ángela González Carreño o de Itziar Prats, reconocidos como evidentes fallos de las administraciones hasta el punto de que sus hijas fueron asesinadas por sus padres, a pesar de las advertencias de esas madres. Como ellas, cada día otras siguen encontrándose con la misma situación ante un sistema burocrático, administrativo y legal que hace de este camino una carrera de obstáculos. Ojalá sus casos no vuelvan a repetirse.
Tampoco que nadie que quiera un cambio de apellidos por violencia de género se encuentre con reticencias. Y, ojalá, la ley también cambie para aquellos casos donde los menores que han sido asesinados por sus padres tengan que ser enterrados con los apellidos de su asesino. La madre del menor asesinado en un hotel de Barcelona por su padre, el año pasado, lo solicitó. Pero ese apellido que quieren borrar sigue ahí. Como tantas cosas en la violencia de género, que siguen dañando a sus víctimas mientras quienes tienen que solucionarlas parece que se tapan los ojos.
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