Óscar Sánchez Muñoz
Profesor de Derecho constitucional. Investigador visitante Fulbright en el Washington College of Law, American University
No confundamos las cosas. No es lo mismo una consulta que un referéndum de autodeterminación. No es lo mismo que en un Estado las leyes permitan que se organice un referéndum consultivo en una parte de su territorio para conocer el grado de apoyo de sus habitantes a una hipotética segregación, que admitir que dichos habitantes, como colectividad, tengan un derecho a separarse unilateralmente y a formar un Estado independiente.
Como ya expuso hace unos años uno de los más eximios constitucionalistas de nuestro país, Francisco Rubio Llorente, cuando en un Estado existe una población territorialmente localizada con una fuerte voluntad de segregación, el sistema democrático no puede permanecer ajeno a esta realidad y debe ofrecer cauces para que esa voluntad se exprese y, en su caso, se materialice.
No se trata, en absoluto, de reconocer un pretendido "derecho de autodeterminación", ni siquiera rebautizado o disfrazado como "derecho a decidir". Se trata de aplicar pura y simplemente la lógica democrática y reconocer que, si se constata la existencia de una voluntad mayoritaria en un territorio con una entidad histórica, cultural, étnica o lingüística, no pueden oponerse, como barreras infranqueables, obstáculos formales que puedan ser superados siguiendo los procedimientos constitucionalmente previstos. Y conviene recordar que nuestra Constitución permite su total revisión.
Pero, primero hay que constatar si existe de verdad esa voluntad mayoritaria de segregación, por ejemplo, en el caso de Catalunya. De momento, lo que sí hemos podido constatar es que una porción muy importante de la ciudadanía catalana ha apoyado electoralmente opciones que defienden las tesis independentistas en diverso grado y que, incluso, muchos ciudadanos catalanes, aun no siendo independentistas, son favorables a que se produzca una consulta. En estas circunstancias, lo razonable es que se pueda llevar a cabo un referéndum consultivo para que todos, los catalanes y también todos los españoles, podamos conocer, después de un amplio debate social sobre los pros y los contras de la independencia, cual es el verdadero apoyo que la secesión tiene en la ciudadanía catalana. Y lo mismo habría de aplicarse en el País Vasco si esa voluntad también se manifestase allí.
Mientras no se celebre el referéndum consultivo, los nacionalistas podrán seguir atribuyéndose un apoyo social que, quizás, no sería tan amplio a la hora de manifestarse de forma clara sobre un asunto tan grave como la secesión. En todo caso, es en el previsible debate social previo a la consulta donde los partidarios de la unión tendremos que implicarnos a fondo para que los llamados a votar sepan realmente cómo sería su situación como Estado independiente y para desmontar las falacias que durante demasiado tiempo se han venido propagando desde el bando nacionalista. En democracia, las batallas se ganan con razones y con emociones y hay razones y emociones más que suficientes para ganar ésta. El problema es que, hasta ahora, desde la perspectiva unionista o federalista ha habido una enorme dejadez a la hora de dar la batalla de las ideas frente al desafío soberanista.
¿Existen mecanismos constitucionales para poder convocar una consulta dentro de la legalidad? A mi juicio, no hay duda de que sí. El artículo 92 de la Constitución permite al presidente del Gobierno, con la autorización del Congreso de los Diputados, convocar un referéndum consultivo sobre cuestiones políticas de especial trascendencia. Algunos opinan que este mecanismo solo permite consultar a la totalidad del pueblo español, pero yo no veo ningún inconveniente para que se consulte sólo a una parte de ese pueblo si la cuestión que se plantea afecta de manera particular a esa parte, como, de hecho, ya permite la legislación en materia de consultas locales sin que a nadie le haya parecido un despropósito. Algunos opinan que la posible segregación de una parte es un asunto que afecta al todo y que, por tanto, debería consultarse al todo y no sólo a la parte, pero ese argumento adolece de un fallo de enfoque, pues no se trataría de un referéndum vinculante sobre la segregación, sino, simplemente, de una consulta sobre el grado de aceptación que la eventual segregación tiene entre los catalanes, algo sobre lo que sólo ellos tienen la respuesta.
¿Y para qué sirve una consulta no decisoria?, dirán otros. Las consecuencias de un referéndum de este tipo las expuso de manera muy clara el Tribunal Supremo de Canadá cuando se pronunció sobre el referéndum de Quebec. Si el resultado de la consulta mostrase que existe una mayoría significativa –y subráyese lo de "significativa"– favorable a la independencia, las instituciones centrales y las instituciones representativas del territorio afectado (en este caso, las instituciones autonómicas catalanas o, en su caso, las vascas) estarían obligadas a sentarse para buscar una solución negociada, solución que podría implicar o no la separación como resultado final. En función de la solución por la que se opte, se acometerían las reformas constitucionales que fuesen necesarias y sobre dichas reformas, en su caso, sí tendría que pronunciarse el pueblo español en su conjunto.
Pero para que este tipo de consulta pueda funcionar y no se convierta en un problema mayor que el que trata de solucionar es necesario, o por lo menos muy conveniente, que exista una regulación previa que fije de antemano las condiciones en las que se ha de celebrar, es decir, se necesita una "Ley de Claridad" como la aprobada en Canadá en 2000, después de la decisión del Tribunal Supremo de ese país de 1998. En nuestro país, esta regulación le correspondería hacerla al Estado (competente en esta materia) a través de una ley orgánica o bien a través de una reforma de la ley orgánica, ya existente, que regula las distintas modalidades de referéndum. En esta regulación tendrían que establecerse las condiciones que debería cumplir la pregunta, que debería ser clara e inequívoca, y debería fijarse también de antemano cuál habría de ser la mayoría cualificada que se exigiría para abrir la puerta al proceso de negociación política posterior y otras cuestiones no menos importantes, como qué sucedería si el resultado de la consulta es diverso en distintas partes (provincias) del territorio afectado.
El desafío que plantean las aspiraciones independentistas de Catalunya o del País Vasco exige una respuesta adecuada que encauce el problema y no sólo una negativa frontal por parte de las instituciones centrales del Estado. Intentar parar un tren sin frenos con otro tren circulando en sentido contrario por la misma vía no parece una buena solución. Si vivimos en una democracia estamos obligados a buscar un mecanismo para encauzar civilizadamente cualquier aspiración y si no existe ese mecanismo dentro de la legalidad constitucional, pues habrá que crearlo a través de las reformas que sean necesarias, porque, al fin y al cabo, nuestro sistema político se basa en la idea de que el Estado es un "artificio" que debe estar al servicio de las personas y no al revés.
Cabe una respuesta civilizada a las aspiraciones independentistas dentro de la legalidad, eso es lo propio de los sistemas democráticos, así lo han visto otros países como Canadá o el Reino Unido y así debería verlo también España para alejarse del abismo al que la están llevando las posturas nacionalistas encontradas. La nueva situación política surgida de las elecciones generales del 20-D puede ser una ocasión propicia para reconsiderar la respuesta que hasta ahora se ha dado al desafío independentista. La aprobación de la necesaria regulación previa a la consulta ("Ley de Claridad") y la celebración de la misma pueden ser los primeros pasos de dicha respuesta, seguidos de otros de mayor calado, como el planteamiento de una reforma constitucional que articule un nuevo pacto federal para España.
Comentarios
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