Otras miradas

Violencia, expiación e intolerancia

Ángel Enrique Carretero Pasín

Profesor de Sociología en Facultad de Ciencias Políticas y de la Administración de la Universidad de Santiago

Violencia, expiación e intolerancia
Imagen de archivo.- Pixabay

La interpretación llevada a cabo por René Girard acerca de las últimas palabras de Cristo en la cruz, Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen,  resulta de lo más inquietante. El filósofo y antropólogo galo las adoptó como ilustración arquetípica a fin de apuntalar su conocida tesis del chivo expiatorio. Aquello que desconocerían quienes colaboraron en el sacrificio de Cristo, como en cualquier acto sacrificial, es que son arlequines inconscientes de unas fuerzas ciegas que dominan sus voluntades y a las cuales sin saberlo se someten. Girard viene a decirnos que el fenómeno de  expiación colectiva mediante la fijación a una figura sacrificial es un acto que rebasa la decisión personal de sus protagonistas. Por eso en Grecia la figura del pharmakos, variante del chivo, atesoraba la conjunción de una duplicidad semántica: el mal y el bien, aquello que desestructuraba lo social pero que al unísono, paradójicamente, lo estructuraba. En buena medida la salud de las colectividades depende de este juego donde un elemento desestructurador favorece la estructuración.

El problema es la inevitable violencia incubada en los adentros de las sociedades. Nunca éstas han alcanzado un grado de pacificación como el existente en las actuales. La historia de la humanidad ha estado presidida por lo sangriento. Desde las sociedades primitivas hasta que la civilización pareció tenerla aparentemente domesticada, la violencia ha campado a sus anchas. Y todavía a día de hoy una visita a las páginas de sucesos informativos o a los magazines de la telebasura ofrece pruebas de la persistencia de aquellos signos en el malestar en la cultura de los cuales ya hablara con solvencia Freud. Por fuerza, la batalla entablada por la civilización contra la barbarie siempre será inconclusa. Durante siglos las guerras sirvieron para canalizar la violencia albergada dentro de un grupo hacia el exterior. Los otros eran casi siempre los malos, no solo por lo que afirmara Freud de convertir en reproche hacia ellos aquello que no toleramos de nosotros mismos, sino porque, además, antes de ser considerados los malos servían para reconocer y alojar a la maldad en el exterior a nosotros mismos. Hay una constante antropológica desde las sociedades primitivas hasta las actuales consistente en que la afirmación de la unidad y cohesión interna de un grupo requiere de un enemigo que, en caso de ser inexistente, debe ser inventado y, en el caso de las guerras, proyectado hacia el exterior. Una constante antropológica vinculada a algo que, como sabía Girard, está bastante más allá de las voluntades de cada quién, toda vez que radica en una corriente mimética cuyo papel es expiar las contradicciones, frustraciones y un lago cúmulo de malestares emanados espontáneamente dentro del grupo. Así pues, la invención de un enemigo, bien sea visible o imaginario, ha sido un recurso antropológico empleado por toda sociedad. La persecución de la brujas durante parte de la Edad Media, la caza de brujas en el concierto de la guerra fría y un sinfín de enemigos consiguieron restablecer la homeostasis que la guerra no pudo restablecer.

Pero a día de hoy nuestro mundo está exteriormente más pacificado que nunca. La llamada sociedad del bienestar lleva a cabo una cruzada contra la violencia. En el ideal de una sociedad de trabajadores anoréxicos y consumidores bulímicos cualquier rapto de violencia contraviene su armonía y consenso. Por lo demás, las sociedades tradicionales disponían de recursos colectivos para ritualizar la violencia, para gestionarla en un equilibrio siempre inestable. Las sociedades actuales, al carecer de tales recursos, transfieren y encauzan los malestares al terreno de la psique individual, ofertando una gama de fórmulas de lo más variopinto para una lucha individuada frente a los demonios interiores. Pero como revela la morbidez puesta al desnudo en una ristra de sucesos cotidianos esto no parece haber mitigado ni los malestares ni la ciega necesidad de fijarlos a alguien. En el caso más sórdido se refleja en la violencia desatada por movimientos vandálicos que, revestidos de un barniz ideológico ultra de lo más borroso o etiquetados mediáticamente bajo un arbitrario sesgo, se tornan contra todo asomo de diferencia: inmigrantes, prostitutas y un largo etcétera de figuras siempre ubicadas en las zonas más desprotegidas del escalafón social. En suma una violencia volcada hacia quienes, como decía Mary Douglas, introducen una experiencia impura, esto es desorganizada, in-definida, caótica, en un mundo verticalmente organizado, ordenado, aunque sea al precio de asumir con resignación las contradicciones estructurales ocasionadoras de malestares.

Tampoco una falsa retórica de la tolerancia facilita la metabolización social de dichos malestares, sino que los apuntala, al apreciarse el desajuste entre la intolerancia cero al respecto de cosas per se estructuralmente intolerables y la tolerancia cero con cosas cotidianas que han constituido tradicionalmente el tejido relacional de las sociedades. De este desajuste surge el fantasma según el cual cada quien sabe que mañana puede devenir en chivo expiatorio de quien menos piensa. Esto evidencia que la guerra se ha desplazado hacia los adentros de las sociedades, que cada quien se topa en una guerra consigo mismo y con los otros. La democratización de la tolerancia como retórica vacía de contenido ha generado una sociedad profundamente intolerante y, sobre todo, ambientalmente miedosa. Al alimón, el ideal de pacificación, administrado como simple profilaxis social, ha generado una surtida gama de larvadas hostilidades interiores. De manera que como no existen chivos claros, predefinidos, a la postre cualquiera puede ser un chivo de cualquiera. Basta que sea diferente. Así la intolerancia ha encontrado su camino abonado. No se trata de que alguien hubiera caído en la trampa de las contradicciones estructurales tendidas por la sociedad y tenga luego su pena sacrificial. Eso era antes. El auténtico éxito de la intolerancia caracterizadora de las sociedades de control radica en haber logrado que todos se convirtiesen en marionetas de una delirante expiación.

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