La columna de carros de combate avanza con lentitud por la carretera, bajo el aguanieve. De repente, un tanque salta por los aires, a continuación otro. El resto maniobra, trata de abandonar la carretera, responde al fuego enemigo: es una emboscada. Los carros de combate son un símbolo del siglo XX, de la modernidad pesada e industrial que el sociólogo Zygmunt Bauman oponía a la modernidad líquida de nuestros días. Son también una forma de entender las relaciones políticas y la guerra. Como las carreteras asfaltadas. Y toda la escena de la batalla en Kiev parece un anacronismo inverosímil. Porque el siglo XXI iba a ser el de los drones y la guerra electrónica, no de los tanques; el siglo de las autopistas de información, no de asfalto. Los tanques, la carretera, la emboscada: todo resulta muy sucio y obsoleto. Nuestros sueños de progreso lineal, los que nos pudieran quedar, se han hundido en una autovía atascada sobre la que se ha librado una batalla de la Segunda Guerra Mundial.
Para los arqueólogos los objetos son más que una anécdota o un escenario. Son un síntoma: en ellos vemos las señales de la historia. Y, en los objetos de la guerra en Ucrania (tanques, ciudades bombardeadas o carreteras colapsadas), lo que vemos es el retorno del siglo XX. Tras esa columna de carros marcha el nacionalismo, el imperialismo, el autoritarismo, las coaliciones internacionales, las amenazas de otra conflagración mundial, un sistema energético inviable basado en combustibles fósiles, otra crisis del capitalismo. Todos problemas del siglo XX; algunos problemas que creíamos superados definitivamente.
Lo que ocurre en Ucrania también es un síntoma. Y una advertencia: nos recuerda que la historia no es lineal, una sucesión de eventos que se superponen y borran los unos a los otros a lo largo del tiempo. Por mucho que la aprendamos así. La historia, en realidad, es un lío -porque es tremendamente complicada y porque es una madeja. El hilo de la historia se enmaraña continuamente y el pasado y el presente -como el hilo en una madeja- se tocan en innumerables puntos y de formas insospechadas. A veces se forman nudos difíciles de deshacer. Ucrania es uno de ellos.
La historia es una maraña que no vemos: lo que imaginamos (o nos enseñan a imaginar) es un hilo tenso. Por eso siempre pensamos que las tragedias del pasado son eso: pasado. El problema de tener una noción lineal del tiempo es que el retorno de la historia siempre nos pilla por sorpresa. Y lo experimentamos como un apocalipsis.
La invasión rusa es solo un retorno entre muchos, un síntoma entre muchos: otro es el de la extrema derecha—que huele a años treinta, alambre de espino y saludo romano—esa ideología saprofágica de la que nos hablaba hace poco Pablo Batalla. Es quizá el retorno más importante, porque abarca casi todos los demás. La guerra en Ucrania, de hecho, nos debería hacer pensar en otros retornos posibles y cómo evitarlos. No hay más que hacer inventario del siglo XX: desde dictaduras a genocidios, pasando por el patriarcado. No se trata de ciencia ficción: son posibilidades reales en la madeja de la historia.
El siglo XX ha vuelto a lomos de un tanque. Pero quizá lo que sucede es que ese tanque nunca se ha ido: esperaba oculto en algún hangar el momento de salir a enmarañar otra vez la historia y bañarla en sangre. Y quizá ese corto siglo XX del que hablaba el historiador Eric Hobsbawm sea, en realidad, un siglo larguísimo. Un siglo que empezó en 1914 con una catástrofe sin precedentes y cuyo fin no somos aún capaces de vislumbrar.
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