Mi madre tuvo un origen humilde. Lo que viene a ser la manera más dulce de decir que de niña las pasó canutas. Pasó mucho de su infancia y de su adolescencia interna en instituciones franquistas para niños pobres. Su hermana gemela y ella no se lo contaron ni a sus maridos hasta que todos sus hijos fuimos mayores de edad. Hasta ese punto llegó su vergüenza. De aquellas instituciones cuentan cosas horribles y también las endulzan porque al fin y al cabo contienen sus vivencias y se niegan a ser solo víctimas.
La obsesión de mi madre, desde hace muchos años, décadas y décadas, es quién cuidará de ella cuando no se valga por sí misma. Como buena andaluza, amiga de al pan pan y al vino vino y de lo escatológico, la pregunta siempre ha sido: ¿quién me limpiará el culo cuando sea vieja?
La cuestión me ha señalado como única hija cada vez que lo ha dicho, pero siempre lo he sentido muy lejos. Ahora que me llega la etapa de cuidar por arriba y por abajo, que a mi alrededor tengo contemporáneas respondiendo a esa pregunta sin remedio, me acecha aunque seguro que menos que a ella.
Por eso, para este día de la madre, me he puesto a investigar los números para no quedarme solo con el miedo, el suyo y el propio y hacernos un regalo realista.
A 1 de enero de 2021 la población mayor de 64 años ascendía a 9.380.000 españoles. De ellos, según Envejecimiento en Red, solo alrededor de 322.000 residen en residencias y de ellos, a su vez, el 80% tiene más de 80 años.
Es decir: Mamá, solo tienes setenta años y buena salud y volver a instituciones que han cambiado pero que siguen dándote pavor –y más después de lo ocurrido en lo peor de la pandemia– te pilla lejísimos.
La tasa de dependencia de nuestros diez millones de mayores es del 30,46%, 2.814.000, según el INE, y dentro de eso hay tres grados muy diferenciados, dos de los cuales no implican la invalidez que tanto te asusta.
La última vez que me lanzaste la dichosa pregunta, hace pocos meses, te contesté por primera vez que no podía asegurarte que sería yo la que me encargara llegado el momento. Te expliqué lo obvio: que mi vida laboral y personal tal vez no lo soportaría, que no podías darlo por hecho y me dolió ver la profunda decepción que mi realidad te imponía.
Desde entonces, pensándote y pensándonos, me he puesto en el lugar de los que tienen que dejar a sus mayores al cuidado de otros, en el dolor inabarcable que debe ser dejarles a sabiendas y sin remedio en malas manos. Todavía no perdono que este país no investigue las muertes de más de 20.000 ancianos. Todavía espero la normativa que obligue a hacer públicas las inspecciones de las residencias, que mejore las ratios de cuidados y las condiciones laborales de los encargados, que se termine con las listas de espera de la dependencia.
Mamá, a pesar de tu manía de ponerte siempre en lo peor, todavía tienes razón en parte de tu miedo y desde aquí quiero hacerte mi promesa absoluta de cuidarte hasta el final, de la mejor manera que pueda, con todo lo que tengo.
A estas alturas creo que he conseguido quererte más que odiarte, como dice un cuento que soñé pensando en ti y en todas. Sí, creo que el amor filial inevitablemente implica lo uno y lo otro.
Si miro por encima de tu hombro y observo a las que nos precedieron me doy cuenta de que tal vez no fueron los mejores referentes, de que probablemente todas odiamos un poco a las que nos dieron más de lo que recibieron pero intentaron atarnos a sus visiones y a sus maneras por amor ciego y propio.
En mi cuento, una fila infinita de mujeres desnudas sentadas en sillas están con ojos cerrados y quietas en un escenario. Un cañón de luz de golpe ilumina a la primera, que reacciona levantándose e intentando bailar algo hermoso, expresarse libre sin conseguirlo y, después de dejarnos claro su fracaso, se lanza brutal sobre la que le precede, la abofetea y le echa en cara todo lo que como madre no le dio y le hizo falta. La cadena de reproches se sucede, como una implacable fila de fichas de dominó que van cayendo y se empieza a oír un coro ensordecedor de reproches tan eternos como la hilera. Pasados unos minutos, sobresale un grito, como un sollozo, por encima del estruendo:
–Pero yo te quiero, mami. Te quise y te querré siempre.
Y se hace un silencio. Entonces el mar de odio por lo que faltó acaba y empieza el del reconocimiento de lo entregado.
Mi cuento termina con un abrazo colectivo inmenso.
Te quiero, mamá, y ojalá sepa querer tanto como tú y como madre sea consciente de que la mejor vida es la que uno se inventa y que, aunque no siempre nos guste, todo cambia.
Comentarios
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