Otras miradas

Putin y el welfare nórdico

Luis Moreno

Profesor Emérito de Investigación en el Instituto de Políticas y Bienes Públicos (CSIC)

Las banderas de Finlandia y Suecia junto con las de la OTAN, en la sede de la Alianza Atlántica en Bruselas. REUTERS/Johanna Geron/Pool
Las banderas de Finlandia y Suecia junto con las de la OTAN, en la sede de la Alianza Atlántica en Bruselas. REUTERS/Johanna Geron/Pool

En un proceso rápido, y con un alto grado de respaldo político interno, Suecia y Finlandia han formalizado su petición de ingreso en la OTAN. Es la respuesta a la posible invasión de ambos países por los ejércitos de Putin, como ha sucedido realmente en el caso de Ucrania. Algunos observadores critican que, con esta decisión, ambos países nórdicos pierden su ‘neutralidad’. Más bien habría que considerar que, en línea con el adagio popular de que "el miedo es libre", los dos países septentrionales europeos han optado por preservar efectivamente su propia existencia como democracias avanzadas del bienestar.

Tal y como se despliega la geoestrategia global en curso, la opción más convincente para suecos y finlandeses es su adhesión a la alianza militar que se rige por el Tratado del Atlántico Norte o Tratado de Washington, suscrito el 4 de abril de 1949. Recuérdese que la OTAN constituye un sistema de defensa colectiva, mediante el cual los Estados integrantes se comprometen a defender a cualquiera de sus miembros si es atacado por una potencia externa, como sería el caso de lo realizado por la Rusia de Putin en Ucrania.

Entre las diversas opiniones en torno a los pros y contras de la decisión tomada por los dos países nórdicos, poco se ha hablado del temor que originaría entre suecos y finlandeses la desaparición de sus sistemas de protección social. Y es que ambos estados forman parte de la familia nórdica de naciones del welfare (junto con Dinamarca y Noruega), incompatibles con el imperialismo ruso de nuevo cuño.

El régimen nórdico es una variante más avanzada y generosa dentro del Modelo Social Europeo que caracteriza en la UE a los estados del bienestar (EB). Un régimen, en suma, que se asienta en la idea nórdica del ‘hogar popular’ o ‘casa común’ ciudadana (Folkhemmet). Así se le denomina en Suecia en referencia al largo período en el poder de los socialdemócratas de este país (1932-1976), durante el que se construyó y consolidó un welfare state normativamente basado en la solidaridad, la igualdad y el universalismo. El individualismo social sueco halló en el folkhemmet una fórmula institucional donde la confianza mutua y los derechos colectivos prevalecían sobre las soluciones individuales. Además, dicho modelo se proponía como una opción intermedia entre el capitalismo y el comunismo enfrentados durante el período de la Guerra Fría (1947-1989).

La gobernanza consensual y las sólidas coaliciones interclasistas (inicialmente entre trabajadores industriales y población agraria) fundamentan el régimen nórdico. El pleno empleo es objetivo prioritario y, por derivación, se minimiza la dependencia familiar. Existe una disparidad salarial sensiblemente menor que en otras democracias industriales avanzadas. Sus generosos EB se financian mediante la alta imposición general y su carácter universal posibilita servicios y prestaciones de acceso a todos los ciudadanos. Se prefiere la provisión pública de servicios, en vez de las transferencias monetarias a individuos y familias. La igualdad de oportunidades y la homogeneidad de los grupos sociales, en una ensanchada clase media, legitima la alta intervención pública. Meritocracia y esfuerzo personal como criterio de movilidad social refrendan el régimen del bienestar nórdico, el cual goza de una amplia legitimidad transversal económica, política y social. Durante los últimos ochenta años en Suecia, a modo de ejemplo, en los pocos períodos de ‘gobiernos burgueses’ se implementaron algunas reducciones fiscales y deducciones impositivas, pero la arquitectura del welfare state permaneció ampliamente inalterada.

Según ya apuntó mi colega de la UCM, Inés Calzada, el Estado benevolente característico del EB nórdico y el de los Países Bajos responde a una aspiración de protección de los ciudadanos a título individual, no sólo respecto a los riesgos derivados del mercado, sino también de la tradición y de los prejuicios. El Estado benevolente se relaciona fuertemente con los altos niveles de confianza interpersonal. El capital social de las sociedades nórdicas hace posible una gran solidaridad institucional en una ‘sociedad de ciudadanos’. Todo ello se patentiza en el pago de impuestos considerablemente mayores que el resto de las democracias industriales avanzadas, y en línea con la elevada renta (salarios) de esa amplia clase media.

No pocos científicos sociales han establecido como canónico el modelo nórdico, atribuyendo a la ideología socialdemócrata la paternidad en exclusiva del EB. Empero, son diversas las modernas ideologías que se han hecho acreedoras, aun parcialmente, de su desarrollo en Europa. Han sido formaciones gubernamentales de diversa coloración política las que han participado, en diversos grados y formas, en la construcción, diseño y sostenimiento de sus entramados institucionales.

Se ha apuntado que si la idea de Europa perece (o lo hace su versión institucionalizada encarnada en la UE) la única alternativa de longevidad para los EB es su reclusión en las fronteras nacionales y, muy especialmente, en la de aquellos donde su desarrollo ha sido más cabal y generoso, como son los casos de Suecia y Finlandia. Tal visión adolece no sólo de voluntarismo platónico, sino que a menudo se instrumentaliza con fines antieuropeístas y como un deseo anacrónico de salvaguardar un Valhalla incontaminado. En realidad, y en términos prosaicos, la convergencia en las prestaciones sociales de los diversos EB europeos es un proceso inevitable de la propia sintonía de sus órdenes material, moral y político.

Lo que comparten las sociedades europeas, y así lo reafirma el paso dado por Suecia y Finlandia, es el convencimiento de que los poderes públicos son responsables de amparar la igualdad de oportunidades y la cohesión (justicia) social. Todo ello implica mantener una alta carga fiscal con sistemas de impuestos progresivos, auténtico rasgo diferenciador del modelo europeo, y sometido a una gran incógnita de futuro tras el crack de 2007 y los efectos de la pandemia del coronavirus.

La inconmensurabilidad de contraponer respuestas particulares (nacionales) a problemas articulados (y sólo solventables) a nivel continental es, probablemente, la muestra más patética de la incapacidad de la vieja política nacional por amparar la preservación del Modelo Social Europeo, de los EB europeos y de la propia UE. Los suecos y finlandeses han sabido entenderlo cabalmente ante la amenaza militar putinesca. Antes fue su adhesión a la UE; ahora es su petición de ingreso en la OTAN. Bienvenidos.

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