Otras miradas

Lightyear y el beso que debimos ver hace tiempo

Nagua Alba

Psicóloga. Exdiputada en el Congreso.

Alisha y su esposa en una escena de 'Lightyear'. — Disney Pixar
Alisha y su esposa en una escena de 'Lightyear'. — Disney Pixar

Hay líneas que una escribe desde la más absoluta estupefacción: a estas alturas de la vida, donde solo se me ocurre usar el ya manido "¡en pleno siglo XXI!", la última película de Pixar, Lightyear, ha sido prohibida en 14 países por mostrar un beso (bastante recatadito) entre dos mujeres (casadas, por cierto).

Quienes defienden esta censura (porque no es otra cosa) afirman que las criaturas no tienen edad para ser testigos de algo así, porque podría resultar traumático o, peor aún, ¡contagioso! Y yo, que cuando era pequeña tragué horas y horas de tele (todavía hoy me cuesta horrores apartar la mirada cuando tengo una pantalla de televisión delante) y me sé los diálogos de prácticamente todas las películas de Disney anteriores a los dos mil, pienso que para traumáticas las muertes de la mamá de Bambi y el papá de Simba (que sospecho que al igual que varias generaciones, tengo grabadas a fuego y para el resto de mi vida en la cabeza). También, que mucho menos recatados que las dos señoras de Lightyear eran Aladín y Jasmine cuando se daban el lote en la alfombra, Tarzán semidesnudo morreándose con Jane totalmente despeinada o Megara abalanzándose sobre Hércules. Y no veo yo que nadie se escandalizara porque con cinco años presenciásemos esas escenas.

El papel de la animación infantil en la construcción de lo que somos como sociedad y como personas adultas es incuestionable desde hace mucho. No tengo la menor duda de que cuando a mis 10 años exigí de manera innegociable que alguien le cosiera estrellas con purpurina a mi vestido rosa de gasa para carnaval, algo había tenido que ver en ello Cenicienta; también cuando varias décadas más tarde me descubro a mí misma (toda feminista y racional) esperando soñadora y francamente frustrada una radical transformación en el señor de turno que tengo al lado, Bella le susurra a mi inconsciente que aguante, que en nada se le cae el pelo de la cara y aflora el príncipe; o todas aquellas veces que he decidido renunciar a mis intereses, amistades o deseos para supeditarlos a los de mis parejas, estos se han ido con la cola de sirena de Ariel bajo del mar. Podría seguir con más y más ejemplos del impacto que las películas Disney han tenido en nosotras a lo largo de décadas, desde elementos casi anecdóticos a cuestiones francamente graves, como la hipersexualización de Jasmine vestida de rojo fingiendo seducir a Jafar para distraerlo; la normalización del acoso sexual a Esmeralda; o lo que hacen los príncipes con Blancanieves (después de que a ésta la hayan intentado asesinar y encima sin siquiera superar el susto haya fregado la casa de siete señoros de lo más cerdo y desagradable, vaya rollo ser princesa Disney) y la Bella Durmiente, que enseñó a varios millones de chavales que besar a una mujer inconsciente no solo está bien, sino que constituye una heroicidad (pues no, chicos, si ella no está despierta, es una agresión). Y esto si hablamos de machismo, pero podríamos hacer una larga lista de cómo Disney nos ha ayudado a ser aún más colonialistas y racistas (seguro que estáis pensando en Pocahontas o Mulán, que también, pero mi mayor trauma de infancia es sin duda Canción del sur, que siendo yo hija de un negro hizo que me cortocircuitara totalmente el cerebro y creo que aún sufro las consecuencias) o clasistas (véase las ratas y perros de La dama y el vagabundo). El propio Walt tenía fama de ser un pieza y no me sorprende.

Disney y Pixar llevan transmitiendo a generaciones de criaturas los más deplorables valores con total impunidad sin que nadie pareciera inmutarse especialmente. Pero lo bonito de que, gracias a la lucha  colectiva, una sociedad cambie es que también los grandes productores culturales deben hacerlo si quieren seguir respondiendo a las expectativas de su público. Y es por eso que hace ya años que observo con no poca satisfacción cómo aparecen en las pantallas personajes como las protagonistas de Brave o Moana, o cómo el amor verdadero en Frozen resulta ser entre dos hermanas que se cuidan y se apoyan, sin necesidad de hombres en su vida para sentirse seguras. Y ahora, la foto de una familia feliz constituida por dos mujeres y su hijo en Lightyear.

La censura nunca es el camino, no lo era ya cuando Disney nos (mal)educaba como personas machistas, racistas, clasistas y homófobas. Mi madre, Isabel, se sentaba disciplinadamente a mi lado en mis horas de tele y descuartizaba los guiones, ridiculizaba a los príncipes y animaba a las princesas a abandonarlos y hacer su vida, "hay que educar espectadores y espectadoras críticas, no prohibirles que vean la tele", decía en sus clases de educación audiovisual, y yo no podría estar más de acuerdo.

La censura nunca es el camino, pero cuando ésta se ejerce sobre quienes ya la sufren en su día a día, quienes no pueden vivir su vida con libertad, quienes no tienen prácticamente referentes públicos en los que mirarse y nadie cuenta sus historias en dibujos animados, esa censura se convierte en violencia. Borrar a quien tiene que luchar cada día por el espacio que le corresponde por derecho es violencia. Las personas LGTBI existen, están en el mundo real, y por tanto deben estar también en la ficción. Defender que no se las muestre, que se las oculte, es homofobia, se disfrace de lo que se disfrace. No hay más que hablar.

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