
"Cuánta razón tenías cuando me hablabas de lo mucho que le ayudaría a tu padre la actividad cultural", me suele decir mi madre.
Desde que sufrió un ictus la vida de mi padre cambió, pero afortunadamente en la práctica cultural ha encontrado refugio, le hace disfrutar de la vida y cuida de su salud también. Es socio de una organización de personas con discapacidad, y forma parte del grupo de teatro de la asociación. Cuando les voy a ver, me conmueve la desacralizada puesta en escena y la interpretación con la que de algún modo logran romper prejuicios y liberarnos a su vez de la mirada normativa que nos estigmatiza y confina a todas también.
En este camino de brumas y claros que le ha tocado atravesar, mi madre es abrazo y bastón. La práctica cultural les ayuda a vivir mejor a los dos, aunque me hablan con preocupación de las dificultades que supone para su organización las escasas ayudas públicas y la falta de recursos y personal. Que esto sea una constante en las organizaciones culturales y de economía social, es preocupante también. Y de eso quiero hablar, de los beneficios que aporta la cultura a nuestra vida, y de que protegerla por derecho es cuidar de todas nosotras y del empleo seguro también. Voy a tratar de explicarme.
Sabemos que la cultura, en toda su complejidad, nos ayuda a dar sentido a lo que nos pasa, nos estimula el pensamiento, la imaginación, nos ayuda a generar una voz propia, unos valores, una autonomía personal, a cuidar de la salud (también de la mental), nos facilita crear espacios comunes desde los que afrontar la vida con menos miedos e incertidumbre, y a empoderarnos también.
Sabemos además que como fuerza capaz de representar lo existente, la cultura es uno de los principales lugares donde la norma se establece y dónde lo establecido se afianza, pero también es ese lugar donde lo normativo puede ser radicalmente cuestionado. Por ello, es importante recordar que los motivos por los que nos agrupamos, en torno a qué objetivos y hacia qué horizontes nos dirigimos son esenciales a la hora de hacer cultura, y a la hora de hacer política también.
Dice la filósofa Marina Garcés que, como herederas de la Ilustración, hemos confiado en que más educación, más conocimiento y más información era suficiente condición para hacernos más libres y capaces de transformar el mundo acercándolo a valores de justicia social. Pero que sin embargo, hoy vivimos en una sociedad saturada de información, que sabe lo que ocurre en el mundo, pero que no sabe qué hacer, ni cómo intervenir.
Esta reflexión advierte así de la urgencia de renovar esa vieja creencia de que la cultura es sólo belleza, información o entretenimiento, porque si la cultura produce deseos, normas y prácticas que generan estructuras del sentir, del pensar y de poder, no basta ya con hablar de la cultura establecida, de la cultura legitimada por la vieja institución, o de la cultura producida al calor del capitalismo colonial.
Es preciso hablar de la cultura que reúne voluntades, de la cultura de proximidad, viva y transversal presente en todos los ámbitos de la vida. Como es necesario además abordar las dificultades con las que nos encontramos para participar, porque sin bien la cultura es oportunidad, también son problemas cuando no eres reconocida por tu cuerpo, tu género, tu origen o el color de tu piel, cuando no puedes acceder porque estás privada de libertad o no tienes acceso a internet, cuando no puedes disfrutarla porque no tienes tiempo, estás hospitalizada, o te cuesta conciliar, o cuando no dispones de herramientas para expresarte, en la niñez porque escasean los recursos en la educación y en la vida adulta si no tienes dinero para acceder.
Por ello es necesario hablar de derechos culturales, hablar de inversión pública en cultura y de leyes y políticas públicas que den respuesta a todo lo anterior, porque de encontrar soluciones que protejan el acceso, la práctica y la gobernanza de este bien común depende nuestra vida y un futuro mejor, ya que hablar de cultura es hablar de todo lo demás, de salud y bienestar, de alimentación, movilidad, cambio climático y economía circular, de igualdad, empleo seguro, economía intangible y renta básica incondicional.
Durante la pandemia, los beneficios de la práctica cultural cotidiana se percibieron con mayor intensidad, dejando al descubierto además que los problemas en la profesión no eran coyunturales, sino estructurales. Esa fuerza permitió declarar la cultural como bien básico y de primera necesidad, contribuyendo así al posible desarrollo normativo de este derecho fundamental reconocido en la declaración de los derechos humanos de la ONU.
La Encuesta de Participación y Necesidades Culturales en Barcelona, realizada en 2020, revela que la manera de acceder a bienes, productos y servicios culturales está claramente condicionada por la desigualdad. Disponiendo de esta información, es inaudito que el gobierno de Madrid haya eliminado toda referencia a la desigualdad de la encuesta sobre Calidad de Vida y Satisfacción de los Servicios Públicos en la ciudad, haciendo desaparecer también el indicador de participación ciudadana introducido en el mandato anterior.
Es incomprensible que el Ayuntamiento de Madrid esté yendo hacia atrás en políticas de participación y descentralización cultural. En estos tres años, el gobierno ha prescindido de programas culturales de proximidad como Madrid Paisaje Urbano, Miradores e Imagina Madrid, y ha cerrado centros juveniles y espacios autogestionados por toda la ciudad. Ha desmantelado Medialab Prado de Serrería Belga, y un año lleva cerrado el centro con actividad puntual. Es inexplicable que con este panorama haya puesto en marcha un Festival de Luz que en tres días de duración tiene un presupuesto similar al de Naves del Español para un año de programación. Han reducido las ayudas a la creación, el presupuesto previsto para los artistas ha pasado de 1.360.000€ en 2019 a 586.980€ para 2022. Del plan de subvenciones han eliminado las ayudas a la investigación artística creadas en el mandato anterior.
Inaudito también que el Ayuntamiento de Madrid, como capital de un Estado firmante de la Agenda 2030, haya decidido no incluir la cultura en su Estrategia de Localización de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, máxime cuando la Comisión de Cultura de la CGLU conecta de forma precisa, a través de la Agenda 21, la cultura y el desarrollo sostenible a nivel local.
Por eso debemos hablar cada vez más de derechos culturales, porque hablar de este derecho fundamental es hablar del resto de derechos y de todos los ámbitos de la vida sin excepción.
Comentarios
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