Otras miradas

Lugares comunes de la hegemonía consensualista

Javier Franzé

*Profesor Teoría Política. Universidad Complutense de Madrid

Javier Franzé
*Profesor Teoría Política. Universidad Complutense de Madrid

Las elecciones del 20D arrojaron un empate mucho más interesante que el numérico: la paridad política entre el discurso de la Transición y el que lo cuestiona, al revisar la idea de democracia como consenso, la despolitización de la decisión política, presentada como solución técnica, y el bipartidismo como manifestación genuina del pluralismo.

Sin embargo, las negociaciones post-electorales y el proceso parlamentario de formación de gobierno han sido capturados por el discurso hegemónico de la democracia consensualista. Este triunfo cultural de la narrativa de la Transición se expresa en los siguientes argumentos:

  1. El pueblo español ya ha hecho su trabajo votando y ha encomendado a los partidos políticos que lleguen a un acuerdo; por tanto sería un fracaso que hubiera nuevas elecciones.

Las voluntades colectivas que se expresan en el voto a los distintos partidos no sufragan, como es lógico, a dos o más partidos a la vez. Por lo tanto, el resultado no es un producto reductible a la unidad, no implica ningún mandato único colectivo, sino la expresión del choque entre voluntades colectivas diversas y diferentes. El resultado, como cualquier otro, admite varias interpretaciones. La más inverosímil es que haya habido una única voluntad constituida por votantes tan diversos como los de Podemos y PP, o los de ERC y Ciudadanos, que se han puesto de acuerdo para decirle a los legisladores que deben acordar. Siendo la más inverosímil, es sin embargo la que se ha instalado como la interpretación del 20D.

Precisamente porque esa versión es la más inverosímil, porque no hay voluntad única sino necesidad de desempatar ¿cómo podría representar un fracaso para la democracia hacerlo mediante elecciones? ¿No sería esta una afirmación más propia de un discurso elitista, opuesto a la soberanía popular? El principal problema del parlamentarismo —a diferencia del maltratado presidencialismo— es que no se puede saber si los acuerdos parlamentarios para la formación de gobierno cuentan con el apoyo de la ciudadanía, máxime en una situación —como la española actual— de empate entre fuerzas que poco tienen en común ¿Cuál es el problema entonces de que el pueblo vuelva a votar? El "no hacer su trabajo" de los políticos puede deberse, precisamente, al respeto de la voluntad de sus votantes, que es en lo que consiste —o debería consistir— su trabajo.

  1. Lo propio de la democracia es el acuerdo, máxime en una situación como la actual. La flexibilidad ideológica de los partidos muestra su talante democrático. No se pueden plantear "líneas rojas" en la negociación.

El acuerdo no siempre es democrático, ni tampoco es el  test de democraticidad que deben pasar los actores sociales y políticos. El acuerdo obliga a dejar en el camino partes importantes de los programas partidarios, donde están las medidas y los valores por los cuales recibieron el apoyo de los votantes. Si por acordar un partido llega a posiciones alejadas de aquellas por las que fueron votados ¿dónde queda el respeto a la soberanía popular, clave de la democracia? Durante la investidura Pedro Sánchez afirmó "no tenemos líneas rojas sino firmes convicciones". ¿Qué significado democrático puede tener esto? ¿Por qué esta ambigüedad no es vista como síntoma de demagogia y "populismo"?

Los partidos, por respeto a sus votantes y no por sectarismo ideológico, deben tener líneas rojas y mostrarlas nítidamente a la luz del debate público. De hecho las están teniendo, pero de la peor manera: implícitamente, pues no reditúa en el clima consensualista explicitarlas. Probablemente, los ejes de la política española hoy pasen por la idea de país y la oposición al neoliberalismo. Más aún, contra las apariencias podría decirse que ambas confluyen. En efecto, a un lado habría un programa igualitario que al incluir la profundización de la democracia reúne la oposición radical al neoliberalismo con la el apoyo a la posibilidad de dotar de legitimidad democrática a la idea misma de país, mientras que al otro están las que no pronuncian siquiera la palabra "neoliberal" y dan por sentada, deduciéndola de lo jurídico, la legitimidad de la "indisolubilidad" de la comunidad política. ¿Declararán retroactivamente ilegales las independencias americanas?

Pero el discurso hegemónico no sólo esconde dos veces sus líneas rojas al negar que las tiene y callar cuáles son, sino que tampoco está realmente guiado por su supuesto leit motiv, el consenso. En verdad, no es el consenso lo que busca, sino un consenso. Si el acuerdo entre PSOE, Ciudadanos y Coalición Canaria obtiene 131 diputados y no alcanza para formar gobierno, otro entre PSOE, Podemos, IU-UP y PNV alcanzaría 167 diputados y tendría mayoría simple para formar gobierno —con la abstención de ERC, DL y Bildu (19 votos) y el voto en contra de PP y Ciudadanos, quizá de CC (164 votos)—. Este último representaría entonces un consenso más amplio y eficaz para la tan apreciada gobernabilidad pero, sin embargo, para el discurso dominante el acuerdo del consenso es sólo el primero, mientras el segundo ni siquiera merece el nombre de acuerdo y por supuesto representa la fractura. A tal punto resulta inimaginable este acuerdo que hasta se ha negado matemáticamente su posibilidad, afirmando una y otra vez que "los números no dan" para un gobierno de izquierda o centroizquierda, cuando la pura matemática demuestra lo contrario.

En esta idea de fractura está la clave, porque da la pauta de lo que representa para el imaginario de la Transición cualquier tenue alejamiento —ya no ruptura, ni mucho menos liquidación— de las claves políticas que han construido el orden en España desde mediados de los setenta: despolitización, tecnocracia, creciente neoliberalismo, política cupular, negación de la posibilidad de legitimar la propia idea de España, agenda cerrada. Es el contenido del consenso, no el consenso en sí, el criterio de la reivindicación o del rechazo del consenso mismo. Por eso el inmovilismo alrededor de la Constitución, el gran acuerdo por antonomasia.

Que la restitución de una política socialdemócrata y la profundización de la democracia española —la miopía de las elites no alcanza a ver el significado que para el orden tiene la incorporación de los jóvenes a la vida parlamentaria y política partidaria—, a cuarenta años de su refundación en un contexto dictatorial, sean vistas como peligro de involución democrática y de fractura, habla también del sentido sedimentado con el que las nuevas voluntades colectivas deben confrontar, así como lo larga y compleja que es toda lucha política, cuyo objeto es siempre el sentido, lo imaginario, las cosmovisiones.

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