Otras miradas

Réquiem por los viajes sin ansiedad

Diana López Varela

Réquiem por los viajes sin ansiedad
Imagen de Q K en Pixabay

Debe ser maravilloso eso de viajar por el mundo despreocupada y ligera, sin la pesada carga de la ansiedad. No tengo ni idea de lo que es eso, pero lo veo en los ojos gozosos de quienes se atreven a hacerse selfies en un avión a punto de despegar, mientras yo me debato entre la vida y la muerte y clavo las uñas en la superficie mullida más cercana, sea sintética u orgánica. Desde la adolescencia, mi condición (enfermedad, trastorno) me limita hasta tal punto que la planificación de las vacaciones es para mí una fuente de estrés brutal. Cada viaje, una odisea. La última vez que me subí en un avión lo hice con un Lorazepam debajo de la lengua. Todas la anteriores, también.

El miedo a volar, o aerofobia, afecta al 10% de la población, aunque el 25% de los pasajeros pueden sentir algún tipo de molestia. La pandemia tampoco ha ayudado porque, entre confinamientos y restricciones, somos muchas las personas que no volamos desde el año 2019. Ojalá fuese el avión lo único que me genera una angustia irracional (aunque soy de la opinión de que no hay nada más racional y sensato que el miedo a volar) porque a mí también me agobia viajar en barco, en metro, en autobús, en tren, y hasta en coche. Y si soy yo la que va conduciendo y de casualidad -dios no lo quiera - entramos en una autopista o vía rápida, prepárense para activar el botón del pánico.

Desde el mismo momento de la formalización de la reserva mi mente entra en un estado de alerta total. Mi obsesión por tenerlo todo bajo control no casa con las palabras "aventura", "improvisación" o "mochilera". Si el plan implica cualquier riesgo innecesario y estúpido como tirarse de un avión o de un puente, bucear con una bombona atada a la espalda, o nadar en aguas plagadas de medusas, yo soy la que saca las fotos. Por mi salud mental y la de las personas que me acompañan yo solo viajo a lugares donde haya una buena red de hospitales y centros médicos cerca, la comida cumpla con todos los requisitos de salubridad, las mujeres podamos ir vestidas como nos venga en gana, y la tasa de homicidios sea anecdótica. Yo soy una candidata precoz, y entusiasta, a los viajes del Imserso.

La primera vez que viajé fuera de la península tenía 16 años y lo hice en un viaje de intercambio a Italia con el instituto que duró un par de semanas. Fuimos en autobús y a la vuelta cogimos un barco desde Génova a Barcelona. En aquel momento yo todavía no sufría esos ataques de pánico que un par de años más tarde me dejarían literalmente tiesa a la salida de una autopista y, sin embargo, la preocupación constante a que aquella enorme mole llamada Fantastic se hundiese rumió en mi cabeza durante toda la noche del viaje, entre vómitos con olor a tequila barato de mis compañeros. Mi primer viaje en avión lo hice ya cumplidos los 18, en un Ryanair que aterrizó sobre las pistas nevadas de Stansted como un elefante en una cacharrería. Durante aquel descenso a los infiernos, después de dos o tres intentos suicidas de tomar tierra con el ruido metálico del tren de aterrizaje golpeando la nave, yo perdí alrededor de dos millones de neuronas. A mis acompañantes aún les duele el brazo.

En aquella época, no podía dejar de pensar en cómo sería mi vida, una aspirante a periodista que alguna vez había soñado con ser corresponsal en Nueva York (soñar es gratis, amigas) con semejante limitación. Cuando acabé la carrera me fui a vivir a Madrid y volar, y hacerlo sola, se convirtió, por pura necesidad, en algo frecuente. Ser gallega en la época previa al AVE te coloca en tu sitio. En algún momento, recuerdo que incluso llegué a disfrutarlo. Desde aquí doy la gracias a todas las personas desconocidas que supieron ver el terror en mis ojos y me acompañaron en mis crisis de angustia por el aire. En mi corazón siempre habrá hueco para la opositora que me abrazó cuando mis lágrimas empezaban a asomar, y para el corredor de seguros sudoroso que directamente me ofreció su copa de vino en un accidentado despegue desde Bilbao. El pánico compartido es menos pánico.

Al contrario de lo que pueda resultar recomendable para otras fobias, el problema de volar mucho es que no solo acumulas experiencias positivas, sino también negativas. Las neuronas que me quedaban del primer vuelo a Londres las perdí en otro Ryanair de Porto a Bruselas en el que mientras las maletas y ordenadores se desbarataban sobre nuestras cabezas, una entrañable anciana rezaba en alto, rosario en mano, en un ritual de extremaunción colectivo.

Aún con todo, me atreví a cruzar el charco hasta tres veces (seis, si contamos el viaje de vuelta) y, curiosamente, en ninguno de aquellos largos viajes sufrí el pánico que tuve en algunos vuelos cortos. Por eso, cuando otras personas con miedo a volar me preguntan cómo lo he conseguido, yo les digo que la imposibilidad real de escapar de un cacharro que sobrevuela el vasto océano durante las siguientes doce horas también te pone en tu sitio. Eso sí, el último viaje transoceánico que hice, a Cuba, lo acabé antes de tiempo por la ansiedad que sufrí en la isla, uno de los sitios más seguros y encantadores en los que he estado. Ostento el cuestionable honor de haber sido recetada con antidepresivos en una consulta durante mis vacaciones. No cabe duda: la sanidad cubana, buenísima.

Abro el Instagram y me convenzo a mí misma de que viajar al tuntún se ha convertido en un nuevo snobismo que atenta contra el medio ambiente, el paisaje, las ciudades y el buen gusto en general. Pero el veneno de la envidia es poderoso y ya miro destinos baratitos en compañías low-cost mientras mi novio ejercita los brazos y la paciencia.

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