Cuando en otoño del 1981 el alcalde Narcís Serra dijo en voz alta "Barcelona quiere optar a organizar los Juegos de 1992" la reacción no fue, ni mucho menos, de entusiasmo colectivo.
Habían pasado pocos meses del golpe de estado de febrero del ‘81 y el país seguía inmerso en un clima de miedo, desconfianza e incertidumbre.
Era inevitable hacerse algunas preguntas:
¿Qué sería de la democracia estrenada apenas cuatro años antes y todavía tierna, después del freno y marcha atrás que supuso el 23F?
¿Cómo podíamos soñar para Barcelona acontecimientos tan quiméricos como los que habían conseguido ciudades tan "importantes" como Los Ángeles o Seúl?
¿La reacción centralista que siguió al golpe de Estado era compatible con unos Juegos pretendidamente barceloneses y catalanes?
Lo que costó de entender y asumir es que la osadía barcelonesa contenía respuesta adecuada a aquellas preguntas. La iniciativa era también un revulsivo, un punto de inflexión para pasar página de las recientes amenazas antidemocráticas.
Igualmente, aquel anuncio constituía un mensaje de confianza en las propias capacidades institucionales y sociales. Las de Barcelona en primer término y las del país por contagio positivo.
En tercer lugar, primero implícitamente pero finalmente de forma explícita, había un ejercicio de recuperación de la memoria histórica que nos hablaba de los Juegos republicanos (frustrados) de 1936.
En todo caso aquello era un gesto, más bien un golpe en la mesa, de afirmación de Barcelona como ciudad y capital.
Enseguida aparecieron las típicas dudas y suspicacias que los catalanes somos capaces de llevar a límites increíbles, especialmente si se trata de dudar sobre nosotros mismos.
El nacionalismo conservador reaccionó a la defensiva o, desde algunos sectores claramente a la contra, en base a los resortes de poder económico e institucional que entonces tenía.
La victoria socialista en las generales de octubre de 1982 ("el cambio") precipitó, y facilitó, las primeras decisiones efectivas.
El acceso de Narcís Serra al nuevo gobierno garantizaba el enlace estatal y el de Pasqual Maragall a la alcaldía, inmediatamente refrendado en las municipales de 1983, significó la irrupción de un nuevo tipo de liderazgo que pronto daría frutos visibles. Enseguida empezaron los debates en público y en privado.
¿Cómo tenía que ser la candidatura? ¿Qué rol tenía que jugar cada cual? ¿Qué objetivos ciudadanos debíamos plantearnos allá de los deportivos y organizativos? ¿Quién asumiría la financiación de un acontecimiento tan complejo y exigente?
Las grandes cuestiones pronto quedaron claras: El liderazgo global del proyecto olímpico correspondía a la ciudad, al Ayuntamiento de Barcelona. La implicación de todas las administraciones era imprescindible en todos los sentidos: organizativo, inversor, financiero.
Los Juegos tenían que ser asumidos y compartidos con la sociedad civil y, sobre todo, con el empresariado, si queríamos lograr la designación olímpica en un contexto de durísima competencia entre grandes ciudades (Ámsterdam, Birmingham, París...).
Por todo ello el primer gran esfuerzo fue el de reunir las voluntades y recursos que hacían falta para dar solvencia a la candidatura.
Este fue el primer y seguramente decisivo factor del éxito posterior: el país se puso a ello. Empresarios e instituciones aportaron recursos, dedicación y capacidades para poner en pie al comité de candidatura y se emprendieron las tareas de diseño del acontecimiento y las de relación y conquista de voluntades en todo el mundo.
Hablamos del periodo 1982-86, los cuatro años donde se construyó la base conceptual del proyecto: liderazgo público y complicidad social en un equilibrio siempre provisional pero cada vez más sólido y genuino, basado en el respecto a los roles de cada cual y en la suma de energías y capacidades.
(Cuestión curiosamente coincidente, pero en sentido inverso, con uno de los debates centrales de la Barcelona actual, precisamente, falta del mínimo grado de complicidad positiva entre institución y ciudadanía, entre Ayuntamiento y sociedad civil, sea económica, cultural, del tercer sector, deportiva o urbanística).
Todo esto permitió el estallido colectivo en aquel 17 de octubre.
Habíamos pasado del escepticismo inicial al entusiasmo general. De una ciudad que tenía que luchar por la supervivencia (...y para pagar las nóminas como hace poco recordaba Narcís Serra) a una ciudad ilusionada y orgullosa que no se acababa de creer que todo aquello fuese cierto.
¡Y claro que lo era!
Comentarios
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