Otras miradas

Carácter

 Vivi Alfonsín

Miembro del Comité ILP Regularización Ya Catalunya

Carácter
Varias personas durante una manifestación en Ceuta por los sucesos ocurridos a decenas de migrantes en Melilla el pasado 24 de junio, a 1 de julio de 2022, en Ceuta (España). EUROPA PRESS

Ha pasado más de un mes desde la masacre de Melilla. El asesinato de 37 personas ya no es más que una nota pequeña en los periódicos, y una parte considerable de la población no recuerda exactamente en qué lugar ocurrió o las palabras del Presidente del Gobierno. Mucho menos qué miembros del actual gabinete rehusaron pronunciarse o lo hicieron de una manera imperdonablemente tibia. Se trata de una amnesia que ya no sorprende a nadie. En las semanas que siguieron, atestiguamos el pogromo antigitano en Peal de Becerro, y el informe de Caminando Fronteras confirmó que el intento de cruzar el Estrecho dejaba 978 víctimas mortales en el primer semestre de 2022. Los hombres que integran las fuerzas de seguridad del Estado español y el Reino de Marruecos fumarán en sus garitas mirando el horizonte. No los están dejando morir, los están asesinando. Las fronteras ya son el reflejo más absoluto de la inhumanidad.

La burda y cruenta apariencia de esta barbarie no debería confundirnos. La idea de convertir al otro en la encarnación de un peligro o enemigo imaginario es, me atrevería a decir, el epicentro del racismo. En su obra, Totalidad e Infinito, Emmanuel Lévinas apuntaba esta terrible certeza "El Otro es el único ser al que yo puedo querer matar". El otro no es yo y por eso puede morir masacrado. Por eso puede recibir balazos, palos y balas de goma. Por eso su cuerpo se puede apilar entre cadáveres hasta que perezca a causa de los golpes y el terror.

La migración y la prolofobia ha sido, desde siempre, moneda de cambio. Los políticos roban a los ciudadanos y señalan como responsables a los de fuera y a los más pobres. Una parte considerable, cada vez más alarmante, de la población, sigue el dedo acusador hasta las urnas y deposita el voto que refrenda el timo. No es algo nuevo, pero lo cierto es que cada noche electoral de los últimos años nos hemos llevado las manos a la cabeza. Y quienes salimos a la calle, a trabajar codo con codo con una ciudadanía apática y desilusionada, escuchamos el argumentario falaz de esa base creciente que puede acabar engrosando las nefastas listas de votantes de extrema derecha. Lo cual no quiere decir que haya llegado el momento de rendirnos. Al contrario.

El proyecto emprendido por el movimiento estatal Regularización Ya tiene como objetivo la presentación de una Iniciativa Legislativa Popular (ILP) para la regularización extraordinaria de las personas migrantes que estén en el Estado español antes de noviembre de 2021. Es decir, eso que algunos denominan efecto llamada -y que, por otra parte, no existe ni sería jamás la causa de las migraciones masivas- no tiene cabida en esta propuesta. Se pretende, al amparo de otras regularizaciones extraordinarias llevadas a cabo en décadas anteriores por los gobiernos del PSOE y el PP, otorgar estatus de ser humano a quienes conviven entre nosotros. Alcanzar las 500.000 firmas que exige la presentación de la ILP depende del trabajo de las activistas y de la voluntad de la ciudadanía. Es un asunto de justicia social y dignidad. Algo que es competencia de todas y todos.

En palabras de Victoria Canalla, miembro de la Coordinadora estatal: <<Es la primera vez que una organización migrante participa en un proceso legislativo>>. Y esto otorga fuerza y visibilidad política a las reivindicaciones antirracistas del colectivo. Pero, ¿cómo se recogen medio millón de firmas, una a una, en las calles de este país? Hay que dar las premisas a quien esté dispuesto a escucharlas. Soportar el rechazo y la violencia verbal de quienes se oponen a otro ser humano. Contemporizar con el desinterés de la enorme masa que asegura tener sus propios problemas y teme, injustificadamente, que compartir el privilegio de su firma pueda perjudicar en algo, ¿en qué?, su ya precaria existencia. Como si los menores de edad en riesgo de exclusión permanente fueran los culpables del empobrecimiento de la población española. O facilitar un permiso de trabajo y residencia a las mujeres que malviven condenadas a la ilegalidad, rodeadas de peligro y violencia, fuera a suponer un descalabro para la economía nacional. Como si tras las redadas y la criminalización contra las personas que cosieron mascarillas y batas durante la pandemia hubiera un solo argumento convincente. Como si fuera posible olvidar que los temporeros que recogieron la fruta que comimos durante el confinamiento, los que enfermaron sin acceso a atención sanitaria, siguen durmiendo al raso en las calles de Lleida y en los campamentos de condiciones infrahumanas ubicados en Huelva y Almería.

En 1919 se produjo en Arkansas, Estados Unidos, la matanza de Elaine. Una masacre racial en la que se calcula que hasta 237 hombres afroamericanos fueron asesinados por hombres blancos. La matanza se produjo a raíz de unos enfrentamientos derivados de la justa reivindicación de los aparceros negros contra la explotación laboral a la que eran sometidos. Convocados por Progressive Farmers and Household Union of America, se reunieron en una iglesia con el objetivo de organizarse para obtener mejores pagos por sus cosechas de algodón, pero las provocaciones y los ataques no se hicieron esperar. Como siempre, la violencia racial escaló de un modo atroz con la complicidad de las fuerzas de seguridad, la prensa y los políticos. Ningún hombre blanco fue jamás juzgado por ello, y la desmemoria colectiva se ha encargado de lo demás. De aquel verano rojo ha pasado más de un siglo, pero lo cierto es que no lo parece.

Ese mismo año, Walter Benjamin escribió Destino y Carácter, un texto cuya vigencia podemos reclamar para nuestro tiempo. "Destino y carácter son concebidos comúnmente en relación causal, y el carácter es definido como una causa del destino". Benjamin habla de la interacción recíproca que existe entre el hombre que obra y el entero mundo externo. Bajo esta perspectiva, el autor funde ambos conceptos en una primera aproximación, para luego hacerlos divergir en la búsqueda precisa del significado de cada uno de ellos: "donde hay carácter no habrá destino, y en el cuadro del destino no se encontrará el carácter". Benjamin refiere la habitual relación dual de carácter con ética, y de destino con religiosidad, pero inmediatamente apunta el error de conectar el concepto de destino con el de culpa. "El destino aparece cuando se considera una vida como condenada, y en realidad se trata de que primero ha sido condenada y solo a continuación se ha convertido en culpable". Es decir, se carga sobre el otro, sobre el pobre, sobre el migrante, la culpa y la responsabilidad de la desgracia que se le infringe. Es un mecanismo perverso, aunque hemos de reconocer que es transparente.

La falsa sensación de alianza entre pobres y ricos, empobrecidos y enriquecidos, perpetúa los rancios ideales del racismo. Por eso, cuando salimos a la calle y apelamos a la solidaridad ciudadana convertida en firma, encontramos casos dolorosamente contradictorios. Una muchacha desempleada que cuenta las monedas para pagar una cerveza un 1000% por encima de su valor -en un concierto cuya entrada ya cuesta el 12% del S.M.I-, afirmar que quién roba en este país son los inmigrantes y los gitanos. O a un guardia de seguridad con los pies deformados y el ritmo circadiano destrozado, contratado y despedido cada pocos meses a través de una E.T.T, perseguir a un trabajador mantero que intenta ganarse la vida. O a un estudiante universitario definirse como estadista y no como racista -e inculto- al decir que no quiere migrantes en su país. Por supuesto, sería impropio insinuar que todas las personas que están en contra de la migración ya son votantes de extrema derecha, pero no es descabellado aventurar que, contagiados por la corriente de odio, pobreza y desinformación, acabarán por serlo algún día.

En Trenes rigurosamente vigilados, del escritor checo Boumil Hrabal, el joven ferroviario que protagoniza la novela cuenta esta historia. Cuando los alemanes estaban a punto de traspasar las fronteras de su región camino de Praga, su abuelo, un tipo peculiar, hipnotizador y trabajador esporádico del circo, salió a la calle para enfrentar el avance de los tanques. Lo hizo con lo único que tenía: su cuerpo y su pensamiento, su capacidad mental para comunicar a los soldados que había llegado el momento de detenerse. Pero, aunque aquel suceso estaba relacionado con cada uno de los hombres y mujeres que allí vivían, el abuelo se encontró solo, de pie, en la carretera. Y con esa actitud logró lo impensable. El primer tanque se detuvo. Todo el ejército alemán se quedó quieto, expectante, hasta que el anciano tocó el tanque con la punta de sus dedos. Luego un teniente dio la orden de continuar y el abuelo perdió, por supuesto, ya conocemos el resto de la Historia. Le arrancaron la cabeza al pasarle por encima. Pero en el recuerdo de sus vecinos quedó para siempre la pregunta de qué habría ocurrido si todos se hubieran unido para enfrentar el avance de los nazis.

Hoy todavía resulta posible combatir la oscuridad que se cierne sobre nosotras. Con entereza, el ser humano puede mirarse a sí mismo sabiéndose, al menos, dueño de su fatalidad. Y frente a la tozudez del origen y el destino que parecen leyes inquebrantables, podemos oponer lo único que depende de nosotras en alguna medida. El carácter.

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