Otras miradas

Un gorrión para los olvidados

Carla Berrocal

Ilustradora y dibujante de cómics

Cárcel de Valdemoro. -Ricardo Rubio / Europa Press
Cárcel de Valdemoro. -Ricardo Rubio / Europa Press

Sé que encontrar una moneda en el suelo da suerte, pero no la cojo. Pienso que aquí otros la necesitarán más que yo. Estoy en el parking de un centro penitenciario. C. me ha traído en su coche. Lo cierto es que aunque he dado charlas en muchos sitios jamás se me habría ocurrido que acabaría dando una en una cárcel.

La primera estampa que me emociona es la de dos personas de avanzada edad que se meten en su pequeño coche rojo dispuestos a abandonar el recinto. No muy lejos de ahí unas mujeres esperan bajo el infierno de agosto la llegada del bus. Es una tontería, pero no soy consciente hasta ese momento de que hay buses que llegan hasta allí. C. me saca de mi pensamiento y me comenta que al ser día de visita es normal que haya familiares de los internos. En realidad estoy nerviosa y no sé qué me voy a encontrar. Solo soy consciente de dónde estoy cuando paso el tercer control de seguridad y la puerta se cierra sola detrás de mí.

Mi padre siempre me dice que he visto demasiadas películas americanas pero me llevo un disgusto cuando entro y veo que no hay ni uniformes naranjas ni cancha de baloncesto. En su lugar me topo con un grupo de hombres que esperaban en fila su dosis de metadona. La ansiedad de sus rostros se mezcla con la curiosidad hacia la mujer que acaba de entrar: gafas gigantes, camiseta tropical... toda una moderna que de pronto me hace sentir superficial y culpable, pero sobre todo privilegiada. Esa gente tiene problemas de verdad, yo solo soy una turista que va a hablar de tebeos. La sensación desaparece unos segundos después, cuando uno de ellos hace un comentario y me río cómplice.

Hace mucho calor. Las instalaciones son viejas y las estructuras que cubren los pasillos no aíslan bien, lo que convierte las instalaciones en un invernadero en verano y un frigorífico en invierno. Parece que el arquitecto se ensañó con su diseño y quería castigar a los internos. Seguimos caminando y llegamos al teatro. Me siento, proyecto algunos de mis dibujos, les cuento de mis primeras lecturas, cómo empiezo a dibujar. Comparto con ellos que coger un lápiz a veces me salva de la vida. Intento que se lo pasen bien. El ambiente es distendido, participan y hablan.

¿Habéis visto El hombre de Alcatraz? No os la voy a destripar pero básicamente un gorrión se cuela en la celda de Burt Lancaster y gracias a él descubre una afición que le salva. Siento que la cultura puede hacer lo mismo. Llevemos clubs de lectura, representemos obras teatrales, organicemos exposiciones, grabemos un podcast o hagamos conciertos en centros penitenciarios. Sé que hay asociaciones que lo hacen, me consta porque yo misma he ido gracias a una de ellas, pero hablo de que vayamos personas con visibilidad, repercusión y trayectoria profesional: de artistas, comisarios, actores y músicos. Hay que llevarles cultura por responsabilidad, para que se les cuele su gorrión.

Al salir de allí no puedo evitar sentirme relajada. Llego a casa y saboreo la libertad de coger un vaso de agua, la libertad de tumbarme en el sofá, la libertad de coger un cómic o de asomarme al balcón. Sé que en un rato se me pasará, seguiré con mi vida y se me olvidará. Ya me lo advirtió C. en el coche cuando me dijo que para Foucault las cárceles son los retretes de la sociedad, el último eslabón, donde nadie quiere mirar. No soy nadie para llevar la contraria al filósofo, pero al menos de ir al baño te acuerdas.

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