Otras miradas

Vaselina Roja

Jonathan Martínez

Escena de la película 'Vaselina Roja'
Escena de la película 'Vaselina Roja'

Es una comedia de Nanni Moretti, se titula Vaselina roja y comienza en una carretera. Michele Apicella, waterpolista y dirigente del Partido Comunista Italiano, estrella su Fiat Uno en un accidente estúpido que lo sumerge en la amnesia. Todavía convaleciente y con una niebla de confusión en el pensamiento, Apicella se deja reclutar por el equipo de Monteverde para disputar un encuentro de waterpolo contra la temible escuadra de Acireale. En la piscina todo el mundo lo felicita por una comparecencia televisiva de la que no tiene el más mínimo recuerdo. ¿Qué demonios dijo el martes ante aquellas cámaras? ¿Qué respondió ante aquel inquisitivo tribunal de periodistas?

Estamos en el ocaso de los años ochenta y el glorioso PCI de Antonio Gramsci, Palmiro Togliatti y Enrico Berlinguer titubea ante una encrucijada histórica que lo va a llevar a la disolución. A la luz de los años podría decirse que Vaselina roja no solo plantea un diagnóstico social sino que además tiene cierto espíritu premonitorio. Apenas dos meses después del estreno del filme, el muro de Berlín cae a pedazos y el secretario general del PCI, Achille Occhetto, anuncia una metamorfosis que empujará a los comunistas italianos hacia los linderos de la socialdemocracia. Así es como nace el Partido Democrático de la Izquierda en febrero de 1991. Al final del año, Mijaíl Gorbachov firma el acta de defunción de la URSS.

Era el fin de la historia, o al menos eso proclamaba por entonces el politólogo Francis Fukuyama con una tesis que se convirtió en el santo y seña de los cenáculos neoconservadores: la desaparición de los fascismos y los comunismos ha consolidado ya para siempre la hegemonía capitalista. La formulación de Fukuyama tuvo algo de lema neoliberal porque era lo bastante simple y contundente para estamparse en camisetas. "No hay alternativa", bramaba Margaret Thatcher como si sus políticas no obedecieran a la codicia de la clase dominante sino a un inapelable designio de la naturaleza.

Las modas siempre vuelven con sus esquemas cíclicos y testarudos. Ha vuelto casi sin que nos demos cuenta el tablero mundial de la Guerra Fría y poco a poco retornan debates de otra época con rostros de novedad pero con discursos ajados. Dicen que ha vuelto la Dama de Hierro reencarnada en Liz Truss, la nueva primera ministra de Reino Unido. Dicen que ha vuelto Augusto Pinochet porque Chile no ha ratificado la nueva Constitución. Han vuelto las loas pegajosas a Gorbachov y a su legado. Y por si no fuera bastante, ha vuelto Fukuyama con un nuevo libro y una glorificación —cada vez más matizada— de la economía liberal.

Con un registro más melancólico que Moretti, Ettore Scola explica la mutación del PCI a través de una crisis conyugal y un triángulo de amores. En la película Mario, María y Mario, un matrimonio forjado durante años de activismo se resquebraja al calor del proceso constituyente del partido. Las discrepancias de una asamblea de base cobran aquí el rostro del adulterio mientras los argumentos se bifurcan entre lo viejo y lo nuevo, entre la reforma y la revolución. "Dijisteis que sería un debate sereno pero parece una carnicería", dice uno de los personajes. Tener que elegir, concluye María, es una derrota porque quiere decir que algo se ha roto para siempre.

Las peticiones de autocrítica a la izquierda casi siempre encierran un deseo de que los contendientes resuelvan sus desencuentros a puño desnudo. A menudo, unas sutiles diferencias tácticas se disfrazan de abismo ideológico y entonces aparece la carnaza pública, la deliberación sin respeto, la quiebra de los lazos militantes y la sangría a plena luz del día en las redes sociales. El declive del PCI fue tan devastador que la izquierda italiana ha quedado reducida a un anecdótico escombro de lo que fue. El fascismo, en cambio, ha debido de despejar con solvencia la disyuntiva entre tradición y novedad porque los números de Meloni y Salvini navegan viento en popa.

En el penalti decisivo de Vaselina roja, Michele Apicella agarra el balón y siente en la nuca la presión de la hinchada local, que representa con sus gritos furiosos a los doce millones largos de votantes que llegó a tener el PCI en sus tiempos de abundancia. "Si miro hacia la derecha, el portero pensará que tiraré hacia la izquierda. Pero si tiro realmente hacia la derecha...". Tras mucho marear la perdiz, resulta que la clave de la renovación se encuentra cifrada en unos versos de Franco Battiato: "Debería cambiar el objeto de mis deseos, no conformarme con pequeñas alegrías cotidianas".

"¿Qué significa ser comunistas en nuestros días?", se pregunta el atormentado Apicella en un plató de televisión. Uno de los periodistas que lo interroga trata de sacarlo de dudas leyendo en un diccionario los sinónimos del término "crisis": descomposición, modificación, perturbación, dificultad, desorden, depresión, desequilibrio, turbación, confusión, inquietud, desconcierto. Todos los epítetos atribuidos al comunismo en los ochenta suenan a día de hoy como una definición plenamente vigente del orden capitalista. Basta abrir cualquier periódico: "inflación", "recesión", "lo peor está por llegar".

Cayó el muro de Berlín, cayó la URSS, se abrió paso el capitalismo sobre los cuerpos aún calientes de sus competidores y la OTAN instaló su bandera allí donde encontró un mástil vacante. Después de cuarenta años de fanatismo liberal, de bombardeos imperiales y de riquezas obscenas y miserias aún más obscenas, todas las exigencias de autocrítica se dirigen siempre hacia quienes con mejor o peor suerte imaginan mundos nuevos. No hay rastro de contrición en aquellos que nos conducen una y otra vez al lucrativo negocio de la guerra, al despilfarro de las élites y a la pobreza de las multitudes. Tal vez por eso, Moretti sugiere una perversa moraleja. Y es que la vaselina roja no consiste en lanzar el balón por la izquierda ni por la derecha sino en arrojarlo al aire para que pase por encima del adversario.

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