Si usted es un fan incondicional de Diana de Gales, debo advertir que este artículo contiene frases que pueden herir gravemente su sensibilidad y la de Elton John. Esta advertencia se extiende a todo enemigo extremo de la monarquía (que no es lo mismo que ser republicano) o aquellos que adoran ciegamente lo referente a las casas reales (que no es igual a ser monárquico). Esto no es un artículo ni a favor ni en contra de la realeza. Esto es, parafraseando al líder de los Sex Pistols, una canción de amor.
Hablar del Rey Carlos III y la reina consorte Camila es ir más allá de analizar el papel de una institución milenaria que algunos consideran obsoleta y otros imprescindible; de la necesidad de si es más oportuno un presidente de la república que un rey o de cuestionar los títulos heredados. Hablar de ellos es mencionar a una de las parejas más interesantes del siglo XX. Un dúo inexpugnable que reproduce paso a paso eso tan literario y que tan poco aconsejan actualmente los expertos en coaching: el triunfo del amor loco, de la pasión, de la simbiosis perfecta, de la lealtad y del cumplimiento del deber.
La muerte de la Reina Isabel, la cual demostró su inteligencia emocional, su habilidad como gobernante y su genialidad para el marketing en todo lo referente a Carlos y Camila, ha hecho que llegue el final feliz de una historia llena de zancadillas y secretos aireados. Un relato en el que los personajes han sido tan tópicos que no habrían funcionado en una novela con dos dedos de frente.
La sinopsis es perfecta: dulce joven tímida, aristócrata pero no tanto, que trabaja en algo tan femenino como una guardería, conoce a príncipe heredero al trono (lo de la longevidad casi vampírica de su madre no se sabe al comienzo de la historia, eso llega en el capítulo 56). El príncipe está enamorado de una muchacha de la alta sociedad, pero de carácter fuerte que además no es todo lo virgen que se requiere. Ella, como el príncipe no se decide, se casa con un joven de buena familia que monta a caballo. El príncipe, despechado, contrae nupcias con la desvalida joven, a la que el pueblo adora. Pero la pérfida novia anterior del primogénito de la reina sigue malmetiendo y continúa su relación con él porque su amor es más fuerte que los convencionalismos. La princesa del pueblo (nombre, que en un vanguardista acto de "apropiacionismo", tomaría años después la ex mujer de un torero) lo descubre. Se separa. Concede una entrevista y desvela, con cara de pena y la cabeza ladeada, que en su matrimonio eran tres (y no se refiere a sus dos hijos). Salen a la luz misteriosamente unas conversaciones subidas de tono y bastante chocantes entre el príncipe y la villana, a la que el pueblo denomina Rottweiller y los tabloides la bautizan como la mujer más odiada del mundo. Pasa el tiempo. La ya no tan joven ni tan dulce ex princesa muere en un trágico accidente de coche, lo cual la convierte en una especie de mártir. Elton John interpreta una emotiva canción en su multitudinario funeral. Pasa más tiempo y la relación entre el príncipe y su amor cada vez es menos secreta. Ella es fuerte, inteligente, discreta, le gusta el campo y demuestra adorar sin condiciones a su prometido. En 2005 se casan, tras 35 años de relación extraoficial. Y desde ayer, por fin, reinan en su maravilloso país donde por primera vez en 70 años suena el himno de "God Save the King" en vez de "queen".
Como coda de esta preciosa historia de pasión, Carlos III, ayer, en su primer discurso ante el pueblo menciona, por supuesto a su madre, pero dedica varios minutos a su mujer, con estas palabras: "Cuento con la amorosa ayuda de mi querida esposa, Camila. En reconocimiento a su leal servicio público desde nuestro matrimonio hace diecisiete años, se convierte en mi reina consorte. Sé que aportará a las exigencias de su nuevo cargo la firme devoción al deber en la que he llegado a confiar tanto".
Una, que tiene especial simpatía por Cruella Deville o la madrastra de Blancanieves, siempre ha sentido debilidad por Camila, esta mujer que, efectivamente, ha demostrado que era capaz de aguantar todo tipo de desaires para estar con su alma gemela. La aparición televisada a todo el mundo de ayer deja entrever que (disculpen mi impronta romántica) el rey Carlos III ha dado el mayor anillo de compromiso posible al amor de su vida. Ha conseguido, pública y definitivamente, ponerla en el sitio que merece, después de años de soportar que aún la consideraran la mala de la película. Como si él y, por extensión, los hombres en general fuera unos peleles incapaces de tomar decisiones que se dejan engatusar por las malas artes de las arpías.
Con esa declaración de intenciones remata un gesto que debemos agradecer a su inteligente madre. Ella, en el comunicado que realizó el febrero pasado, con motivo de su Jubileo de Platino, escribía: "Cuando mi hijo Carlos se convierta en rey, sé que le daréis a él y a su mujer Camila el mismo apoyo que me habéis dado a mí. Es mi sincero deseo que, cuando llegue el momento, Camila sea conocida como reina consorte". Por su puesto que habrá algo de vanidad, ansia de poder y todas esas cosas que se mezclan cuando uno alcanza un puesto como ese, para el que ha sido educado. Pero da la impresión de que también hay algo de ajuste de cuentas, de deseo de propiciar una perfecta justicia poética.
Comentarios
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