Otras miradas

Yo soy yo y mi Colegio Mayor

Alba Gimeno

Estudiante de Filosofía y Ciencias Políticas

Varias alumnas en la entrada del Colegio Mayor Santa Mónica, a 6 de octubre de 2022, en Madrid (España). -Jesús Hellín / Europa Press
Varias alumnas en la entrada del Colegio Mayor Santa Mónica, a 6 de octubre de 2022, en Madrid (España). -Jesús Hellín / Europa Press

Llevamos todo el día oyendo un nombre: Elías Ahúja. Sin embargo, sabe todo el que lo pronuncia que la noticia de la que se está hablando no tiene como protagonista a quien así se llamara un día, sino que esas dos palabras dan hoy cobijo a muchas más personas: a los del Elías Ahúja, los de ese Colegio Mayor.

Hay quien encuentra en lo anterior, de hecho, la verdadera explicación a lo ocurrido: que ha ocurrido en ese, y no en otro. Como no podía ser de otra manera, podrían decir algunos, los más puestos en la actualidad de los Colegios Mayores, desde su idiosincrasia hasta sus disputas internas. Y es que, como a quien le gustan las maquetas, o como quien disfruta del café de especialidad, los Colegios Mayores son, a fin de cuentas, un mundillo. Un mundillo cerrado, con límites y márgenes, como todo aquello conscientemente diferenciado en pos de erigirse con una identidad propia.

Pero, ¿de qué querría diferenciarse un Colegio Mayor? La respuesta es ambiciosa, y cualquiera que haya pasado por uno la conoce: de absolutamente todo lo demás, de todo lo que no es el Colegio Mayor. Quizá haya quien arguya que eso es algo que ocurre en cualquier cuestión de identidad, por el propio principio lógico que lleva su nombre. Sin embargo, no puedo dejar de querer llamar la atención sobre lo particular de la identidad de los Colegios Mayores frente a la cuestión identitaria en general: quien se define colegial, mantiene serlo en el colegio como sitio diferenciado de la sociedad. En otras palabras, pareciera que quien es colegial defiende que tal etiqueta puede portarse al margen de lo que uno sea en sociedad, pues no contempla la posibilidad de insertar su Colegio Mayor en esta última.

A partir de lo anterior, se llega a las argumentaciones más habituales y propias de este tipo de ámbitos, destacando la célebre "no lo entiendes porque no has ido a un Colegio Mayor". Quedan asimismo explicadas situaciones que de otro modo resultarían chocantes, como el comunicado emitido por algunas colegialas del CMU Santa Mónica, aquel al que se dirigían los gritos del vídeo protagonizado por los del Ahúja: aceptan sus disculpas, y comprenden su actuación como una inserta en una tradición de colegios mayores. No se trata sino de la repetición de la famosa fórmula: que todo cambie, cada año nuevos integrantes, para que nada cambie, que todo colegial sea uno y el mismo, distinguible en virtud de su pertenencia a ese Colegio Mayor.

Pero, ¿cuál es el problema que subyace a todas estas argumentaciones? Ante todo, que la fragmentación es su principio rector. ¿Es posible ser feminista en lo público y misógino en el Colegio Mayor? ¿Horizontal en lo social, pero vertical en los dormitorios? ¿Seguimos creyendo en la separación tajante entre lo público y lo privado?

En suma, parece que la lógica identitaria de los Colegios Mayores parte de poner en suspensión todo lo que pueda ocurrir fuera de los límites que marcan sus fronteras, mientras que se considera que lo que ocurra dentro de ellas, de sus instalaciones y habitaciones, ocurre solo en ellas.

Sin embargo, una fragmentación y parcelación de la vida y la identidad de tal calibre no resulta asumible en el día a día. En el ejemplo más claro, lo que nos ocurre en nuestra habitación no se reduce sólo a ella: quien llora una ruptura una noche seguirá teniendo el corazón roto en el desayuno. ¿Cómo argumentar, entonces, ser una persona radicalmente diferente en esa mesa del desayuno, por un lado, y en todo lo que queda fuera de ella, por el otro?

"Yo soy yo y mi Colegio Mayor" podría ser un modo de parafrasear a Ortega si no se sostuviese sobre una paradoja, si no fuese una forma de decir "Yo soy Yo, pero también la muy diferente identidad que adopto en mi Colegio Mayor". No es tan bello cabalgar contradicciones: en el mejor de los casos, no te convencen tanto tus principios como para abogar por la coherencia; en el peor, puedes simplemente perder la cabeza en este juego de vidas paralelas.

Todo lo anterior aplica, desde luego, a quienes gritan "Ahúja" y se sienten integrados en tal palabra. Pero, ¿qué pasa con los que no caben en su propio Colegio Mayor, con quienes sienten que su nueva casa en la gran ciudad no es lo suficientemente amplia como para contenerles? ¿Cómo construir la propia identidad cuando se tiene la vida tan por delante como reducida a las paredes de un Colegio Mayor?

Como quien en su proceso de deconstrucción se halla a sí mismo eventualmente reproduciendo las dinámicas que aboga por erradicar, por lo alargada que es la sombra de todo proceso de socialización, vivir inserto en la lógica más propia de un Colegio Mayor se convierte, incluso para quien se levanta contra ella, en una perpetua lucha contra la incongruencia. Al fin y al cabo, ¿cómo asimilar que quien te puso la zancadilla a tu llegada se convierta con el fin de novatadas en la viva imagen de la amabilidad? Abogar por la coherencia en la vorágine de un proceso identitario que se sostiene a base de rechazarla no es sólo una tarea difícil; es casi imposible.

Cuando busco en mis recuerdos del año que pasé en una residencia, veo en el sabor agridulce que los caracteriza lo complicado de construir un criterio cuando se vive bajo los parámetros de esta continua dualidad fragmentaria. Recuerdo haber estado nueve meses sin probar mi fruta favorita en el comedor por el autoexplicativo motivo de que son los plátanos. No hay palabras para la desgana ante la perspectiva de comerse uno frente a un veterano mayor cuando se es una niña de 17 años. Pero en términos de fruta, también recuerdo abrir la neverita de mi cuarto para encontrarme la mejor de las manzanas del comedor un día que llegué más tarde del horario de comidas. En mi cumpleaños fue una magdalena con una vela amarilla sobre la mesa. Guardo con cariño a las dos personas diferentes que protagonizaron esas anécdotas. En ambas ocasiones forzaron la puerta de mi habitación como condición necesaria para la sorpresa. No aceptaría esto en ninguna otra casa en la que viva, y sin embargo, son tan dispares los recuerdos entre sí, que parece obvio que uno resulte aterrador frente a la ternura de los otros dos.

Cinco años después, tengo clara mi reticencia a renunciar a la posibilidad de universalidad en mi criterio: no tendría que hacer falta elaborar expresamente otro código moral entero para sobrevivir a un Colegio Mayor; menos aun para contarnos nuestra propia identidad.

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