Otras miradas

Ya vale de caridad, señores

Marta Nebot

Dos camareros trabajan en una cafetería en Madrid. - Juan Carlos Hidalgo / EFE
Dos camareros trabajan en una cafetería en Madrid. - Juan Carlos Hidalgo / EFE

Una semana más una bronca cortada, un nuevo coitus interruptus en directo me deja encabronada.

Empiezo a pensar que nunca conseguiré acostumbrarme a las batallas dialécticas exprés cada vez más de moda. A cambio del santo grial del ritmo, de que no decaiga, de que los espectadores ni se planteen cambiar de canal, todo se hace hiperbólico, todo se lleva al súper–más en lo mínimo: hay que decirlo en menos de quince segundos.

A estas alturas ya soy consciente de que sobre todo las llevo mal cuando no consigo explicarme bien en el tiempo que me dan, es decir, cuando pierdo y ganan otros. No me engaño e intento que los espectadores tampoco: las tertulias políticas televisivas son las batallas de gladiadores del siglo XXI en la arena del circo mediático.

Por eso cada vez se vuelve más entelequia pretender informarse en televisión, un medio en el que, como en casi todos, manda ante todo la audiencia. En esos formatos que ahora campan a sus anchas, que parecen los únicos posibles, que cada vez llevan el exprés un poco más lejos, el clásico "lo bueno si breve, dos veces bueno", se está convirtiendo en "lo bueno basta que sea homeopático". Es decir, a ratos creo que solo quieren que parezca que decimos algo y nos peleamos; que ya no se tiene la paciencia de esperar los segundos suficientes como para que se expongan los argumentos; que de tanto perseguir el ritmo nos quedamos sin canción; que de tanto correr no sabemos dónde vamos.

Esta vez la cuestión era una oferta de trabajo publicada en @soycamarero: seis días a la semana, a nueve horas diarias, por 600 euros, para una camarera, preferentemente "latina".

Mi contrincante, Israel García Juez, decía que siempre hay que perseguir los fraudes pero que muchas veces los empresarios no llegan, que mejor que paguen poco que que no empleen, que no se puede estar en contra de la explotación laboral y a favor de que el patrón trabaje a destajo.

Lo dijo tranquilo, lo explicó bien. Soy consciente de que es la lógica que alimenta a la enorme economía sumergida.

Le contesté a medias, con una camarera que también estaba en la conversación –desde un dúplex–, que no se puede estar a favor de la esclavitud a estas alturas, que seguimos en el pódium de los países con más trabajadores pobres, que ya ha quedado demostrado que se puede subir el salario mínimo sin destruir empleo, pero todo entrecortado y con más rabia que aplomo.

Él se agarró al truco del repartidor de carnets. Me llamó podemita.

Yo, como una principiante inexperta, le entré al trapo y alegué que no tengo ningún carnet ni lo quiero.

Con eso quedó todo dicho y listo para sentencia. Su calma, su compostura, la lógica de la caridad, del mejor algo que nada, creo que ganaron la partida.

Si pudiera rebobinar le explicaría con más convicción y menos desesperación que, afortunadamente, cada vez somos menos el país en el que los que pueden se aprovechan de los que no, mientras encima calman su conciencia con ello.

Es la batalla de siempre: caridad o justicia; la suerte, como la que toca o como la que se reparte.

No me olvido de que más de un cuarto de la población, más de doce millones de personas, viven en España en pobreza o riesgo de exclusión. Sé que es probable que algunos de ellos prefieran un trabajo de mierda que ninguno. Sé que la necesidad aprieta más que las ideas. Pero también soy consciente de que en una de las quince economías más ricas del mundo no es justo que siga pasando y defiendo los mecanismos que van impidiendo que ocurra.

Y no es cosa solo de este gobierno o de podemitas y sociatas. Es que el año pasado le dieron el premio Nobel a los economistas que demostraron que subir el salario mínimo no destruye empleo, con un estudio que tiene casi treinta años. Hace más de un lustro que el FMI y la OCDE dicen que la desigualdad está llegando a unos extremos que deja de ser negocio.

Sin embargo, aquí todavía los hay que defienden lo contrario, a pesar de nuestros números laborales, a pesar de los millones de empleos creados, un millón de fijos en el último año. Estamos en niveles de empleo de antes de la crisis de 2008, con un salario mínimo un 33% mayor desde que gobierna Pedro Sánchez, pero los adoradores de empresarios, de esos dioses que conceden el don del trabajo, siguen diciendo que hay que agradecerlo sin rechistar sean las que sean las condiciones, los horarios, los abusos.

Es decir, los conservadores patrios no admiten que se ha acabado la justificación de la esclavitud laboral, al menos la jurídica y la económica. Y, sí, todavía falta terminar con la justificación moral que Israel exhibía y que acabará cuando se pongan los medios que efectivamente la impidan.

Aquí la aprobación del Ingreso Mínimo Vital ha sido otro punto de inflexión en ese camino. Los que lo llamaban "paguita" y "el sueldo del vago" ahora critican con saña que no llegue a más familias, sin admitir que con esta prestación se quedan sin excusas para que haya que aguantar lo que sea que el patrón imponga. A ver si nos enteramos y se enteran de una vez: vivimos en un país rico mal repartido –y eso es aplicable al mundo entero.

Así que, que no nos tiemble el pulso, ni la voz, ni la razón para decirles, con aplomo y sin desesperación, a los señores empresarios que aleguen que no llegan para pagar salarios mínimos, que entonces su negocio no es viable, que se ha terminado el tiempo de especular con la vida y la salud de otros. La plusvalía definida por Karl Marx en 1867 sigue ahí, los empresarios siguen apoderándose del valor no pagado del trabajo del obrero del que sacan beneficios, pero en Occidente está prohibido comprarla a cambio de un salario indigno y sin derechos laborales y, cada vez más, se están implantando los mecanismos que impiden que se siga haciendo.

Ya vale de caridad, señores; bienvenidos al futuro.

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