Otras miradas

Los calzoncillos de Roberto

Oti Corona

@LaCrono__

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Cuando, en medio de la enésima discusión por El Temita, Roberto recordó a su esposa que tenían las tareas domésticas divididas en dos partes iguales, ella puso los ojos en blanco y soltó uno de sus bufidos. El problema, como él bien sabía, no era de reparto, sino de obsesiones.

–Pero, ¿qué te pasa esta mañana? –inquirió él.

–Me pasa esto– respondió Elvira, señalando los calzoncillos sucios que su marido había dejado en el suelo, al lado de un charquito de agua.

– ¿Los calzoncillos? Me lo dices y los recojo. Menudo drama montas por nada.

–Que esto es cada día, Roberto. Tus gayumbos tirados en el lavabo. Cada puñetero día desde que vivimos juntos.

–Será que tú no te dejas chismes por en medio –se defendió él.

Elvira perdió los papeles. Le gritó que era un guarro y un fresco, que tenía la cara de hormigón, que se habían acabado las tonterías y que no pensaba limpiar hasta que él no se pusiera las pilas. "Huelga de tareas domésticas", sentenció. Pues nada. Si ella no limpiaba, menos limpiaría él. A ver quién se cansaba primero.

Una semana después de la declaración de guerra, el piso estaba patas arriba. Su mujer gruñía que un día les comería la mierda y él contestaba que sí y que y qué. Para entonces, media docena de calzoncillos sucios se acumulaban en un rincón del lavabo, a los pies de la bañera. Elvira –estaba seguro– no aguantaría el fin de semana con los platos sin lavar y los dos dedos de polvo en el mueble del salón, por no hablar de la encimera pegajosa y de las sobras acumuladas en la nevera.

Ese sábado se había levantado con el único objetivo de poder descansar en paz. Antes de que ella se despertara, enjuagó una taza, se preparó un café casi a hurtadillas y fue hasta su habitación con intención de vestirse y salir a dar un paseo. Al abrir el armario comprobó que no le quedaban ni unos calzoncillos limpios. Valoró ponerse los sucios, pero no recogerlos del suelo se había convertido en una cuestión de principios. Eso sería claudicar, perder, ceder. Roberto decidió comprarse unos nuevos.

Deambuló un buen rato por el barrio en busca de una lencería y, al no ser capaz de dar con ninguna, condujo hasta el centro comercial. Una vez allí, entró en una de esas franquicias de ropa interior.

–Buenos días. Querría unos calzoncillos.

–¿Slip o bóxer?

–¿Eh?

–¿De qué tipo los quiere?

–Normales. Sin dibujitos ni nada de eso.

–Me refiero al estilo que prefiere –replicó el dependiente, que apuntaba a tres maniquíes que lucían un slip, un bóxer y un tanga, respectivamente.

–El del centro –respondió, en referencia al modelo más parecido a los de su cajón.

El joven se dirigió a un estante en el que había no menos de diez cajas distintas de bóxeres.

–¿Brief? ¿Trunk? –preguntó.

–¿Eh? –acertó a decir de nuevo Roberto.

–¿Los prefiere holgados, pegaditos, largos, cortos?

–Normales. De los de toda la vida. Unos calzoncillos.

El dependiente suspiró.

– ¿Usted los lleva ajustados y cortitos o más largos y sueltos?

Empezó a sospechar que su mujer no era la única maniática del mundo.

–Ajustados y cortitos –contestó, al azar.

– ¿Talla?

Roberto dio un paso atrás para que el vendedor echara un ojo a la zona del cuerpo a la que iba destinada la prenda.

–No sé –dijo– Normal, ¿no? ¿Una mediana?

– Me parece que le irá justa. Mejor llévese una talla grande

– ¿Grande? No creo.

–Piense que si le aprieta estará muy incómodo, y que estas prendas no se pueden cambiar.

–No hace falta darle tantas vueltas a algo tan simple. Me llevo la mediana.

Como no podía precisar cuánto tiempo más le duraría el berrinche a su esposa, aceptó la oferta de 'compre diez y pague ocho', y volvió a casa. Para su sorpresa, olía a detergente. Su mujer había limpiado la cocina y había pasado la fregona. "Por fin", pensó Roberto, ansioso por recuperar su vida en pareja.

– ¿Qué hacemos hoy? ¿Vamos a algún sitio? –preguntó, desde el recibidor.

–No sé qué harás tú –respondió ella– pero yo me largo.

Elvira arrastraba su maleta en dirección al rellano.

– ¿Adónde vas?

–Adonde tú no estés.

Llamó al ascensor y desapareció sin atender a las preguntas de Roberto, que se quedó en la puerta con un palmo de narices. "Al menos ha recogido la casa", pensó, mientras daba una vuelta de reconocimiento. Elvira había dejado una nota de despedida sobre la mesita. "Se arrepentirá", farfulló Roberto, después de leerla. A continuación se encaminó al lavabo sin sospechar que en aquel rincón a los pies de la bañera seguían amontonados, como despojos de una contienda sin ejércitos ni armas, seis calzoncillos mugrientos. Talla grande.

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