Otras miradas

El mito del fin de la corrupción

Francisco Martínez Mesa

Profesor de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid

Francisco Martínez Mesa
Profesor de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid

Una de las cuestiones que más han contribuido a generar la conciencia de crisis en la que actualmente se encuentra sumido nuestro país ha sido sin lugar a dudas la corrupción. Aunque este fenómeno no es nuevo y ha constituido desde siempre una constante en la historia no solo de España, sino, en general de toda la humanidad, lo cierto es que la afluencia de casos y la sensación de impunidad con la que se han venido produciendo muchos de ellos, ha contribuido a amplificar espectacularmente su impacto emocional entre la población. Y más aún si cabe, cuando se ha ido conociendo que muchas de estos comportamientos delictivos coincidieron en el tiempo con un solemne discurso oficial de austeridad y una política de implacables ajustes y recortes especialmente duros para los sectores más vulnerables de la sociedad.

Ante semejante situación, la clase política siempre se ha mostrado unánime a la hora de condenar tales prácticas. Si desde el PSOE se habla de poner fin a una etapa de corrupción y restablecer la confianza ciudadana, proponiendo una lucha implacable para evitar la repetición de estas conductas, desde las filas del PP el mensaje es quien la hace la paga. Si Ciudadanos asegura trabajar "para echar la corrupción de la democracia española": pues es incompartible la democracia con la corrupción, Podemos habla de gobernar para la gente erradicando la corrupción y acabando con los privilegios políticos. Pero estos discursos han tenido ante la  opinión pública una acogida marcada por cierta tibieza e indiferencia: aunque muchos de los casos denunciados remiten a pasadas legislaturas, pocos dudan de la continuidad hoy en día de esas prácticas. Y buena prueba de ello lo ofrecen los datos del Índice de Percepción de Corrupción para nuestro país donde se ha apreciado un descenso de 7,0 a 6,0 entre 2002 y 2015, en la valoración de los españoles en relación a la higiene de nuestras instituciones.

Aunque desde todas las instancias se apunta, pues, a una actuación resuelta y decidida, que restaure de una vez por todas la honestidad y decencia en nuestro país, siento discrepar de quienes creen que ello pueda ser así. A decir verdad, todos los indicios nos muestran que la corrupción no es un mal susceptible de ser erradicado ni ahora... ni nunca. Y no se trata de alinearse con quienes alimentan —en muchas ocasiones de manera interesada— la tesis de la naturaleza corrupta del hombre, aquella que sostiene que nuestra codicia y la ambición desmedida nos llevan inevitablemente a tales comportamientos. En absoluto. Pero no es menos cierto que el proceder y la conducta de los hombres tienden por lo general a adaptarse a los escenarios sociales en los que le ha tocado vivir. Si estos alientan pautas y prácticas donde dominan unos niveles de extrema e implacable  competencia frente o contra los semejantes, como es el caso del mundo en el que vivimos- no podemos extrañarnos que este mal se dé y que en algún momento hasta nosotros mismos lo podemos llegar a padecer. Reconocer esta realidad no supone un ejercicio de exculpación ni una relativización del problema  —partimos de la idea de todos los responsables deben pagar— pero sí puede permitirnos romper de una vez por todas con un mito, el del final de la corrupción al que muchos se agarran... cínicamente.

Creer en el final de la corrupción supone pensar en un mundo sin ella y tal como están las cosas... ¿es posible visualizarlo?  En todo caso, como todo imaginario social, podemos fantasear con su existencia al igual que otra serie de imágenes igualmente reconfortantes hoy en día a cuya renuncia nunca nos resignamos: la victoria del esfuerzo y el mérito, el imperio de la verdad y la justicia, o la liquidación de las desigualdades son algunas de esas expectativas ideales instaladas en nuestras conciencias y que inspiran infinidad de actitudes y comportamientos que nunca  se vean culminadas plenamente. No es infrecuente encontrar quienes desde muy diferentes ámbitos rentabilizan la frustración consiguiente y se presentan como nuevos profetas revestidos de una supuesta superioridad moral proclamando discursos de regeneración tan aparentemente definitivos como realmente ficticios.

La corrupción no se combate estableciendo líneas de demarcación precisas entre buenos y malos,  pues no hay nadie que pueda sentirse absolutamente inmune a sus encantos. Solo asumiendo nuestra condición frágil y vulnerable ante el problema, podríamos quizás avanzar en nuestros propósitos. Colectivos como por ejemplo, los alcohólicos, ya nos muestran el camino: su drama solo empieza a superarse a partir del reconocimiento de su adicción. Así también, toda la ciudadanía y a la cabeza, sus representantes políticos, debiéramos proceder a ese ejercicio de asunción que nos disuadiera de pensar en una sencilla resolución de nuestro problema. Al igual que esa persona que admite su dependencia de la bebida sabe que ya no le abandonará hasta el final de sus días y, por tanto, jamás podrá bajar la guardia en ningún momento, también nosotros debemos ser conscientes de la necesidad de ese estado de alerta constante.

Tomar conciencia de lo irresoluble de un problema ofrece, no obstante, sus ventajas: imprimir un compromiso permanente en nosotros ciudadanos y en nuestra clase política, y renovarlo a la  luz de los logros diarios y cotidianos llevados a cabo por todos, constituye, sin duda, un estímulo más poderoso que cualquiera de las proclamaciones tan solemnes como huecas que se nos lanzan en la actualidad.

Toca a los partidos y a todos los agentes de la sociedad civil contribuir a crear y articular esa conciencia, siendo indudablemente consecuentes con tal tarea. Contamos con numerosos instrumentos para enfrentarnos al persistente desafío de la corrupción, y no tanto desde la justicia como desde las leyes y la educación. Porque más decisivo que castigar a los culpables es auspiciar un escenario que trate de disuadirnos o al menos nos dificulte la comisión de irregularidades. Anticiparse antes de que sea inevitable.

Somos humanos, no dioses. Nuestra esfera de actuación siempre estará en el aquí y el ahora. El cielo puede esperar.

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