Una noche de viernes de hace un par de meses estaba cenando con mi grupo de amigas mientras hablábamos ilusionadas sobre los planes que tenemos este año, entre ellos, la boda de otra de nuestras amigas. Acabábamos de volver de un viaje a Ávila y estábamos planificando otra escapada a Salamanca. Cande propuso una cena en su casa con el fin de cotidianizar nuestros encuentros y que no se volviesen cuestión de estos viajes puntuales, conciertos o planes de verano, y, así, ocuparnos de cuidar nuestro vínculo como grupo, como comunidad, con una atención más diaria. Cierto es que resulta harto complicado poner de acuerdo a once o doce personas —que somos los que solemos reunirnos— para fijar el día, la hora y el sitio de unas quedadas que, en el último tiempo, deseábamos que conformasen un hábito semanal. Así que uno de los comentarios que se escuchó esa noche fue algo así como: «si queremos vernos más usualmente, esto pasa por entender que no siempre vamos a poder estar todas». Todos le dimos la razón a Rodri y al tiempo empezamos a pensar algún encuentro para esa semana siguiente: cena en casa de Cande. En ese instante saltaron varias voces: «no, el jueves no, porfa, que tengo plan ya, mejor el viernes». Varios nos reímos al tiempo que Cande exclamó: «En este grupo tenemos mazo FOMO, chicos».
FOMO es el acrónimo de Fear of missing out: expresión anglosajona popularizada entre los jóvenes y adolescentes y que se traduce literalmente como el miedo a perderse algo. Ahora bien, no es mi intención dedicar este espacio a describir qué es esto del FOMO o cuáles son sus síntomas. Más bien, una de las razones que me llevaron a querer escribir sobre este asunto fue buscar el acrónimo en Google y encontrarme muchas entradas en las que se define el FOMO como un síndrome con un cuadro de síntomas concreto. Aunque es cierto que a este «miedo a perderse» parte de la realidad le acompaña muchas veces un estado ansioso y de constante rumiación, resulta peligrosa la tendencia al sobrediagnóstico y la excesiva patologización de comportamientos que responden más a la forma de consumo y producción del sistema capitalista que reproducimos en todos los espacios de nuestra vida que a conductas que hayan de ser atendidas por profesionales de la salud.
Lo más espeluznante de cómo se plantea este miedo ansioso a perderse la última novedad, a quedarse atrás en la rueda de producción y consumo constante y acelerada, es que se atiende a los síntomas individuales como si de una patología más se tratase. Así bien, podemos leer en internet muchos artículos que ofrecen sus mejores consejos acerca de Cómo evitar el FOMO, introduciendo cambios en la conducta individual o en los hábitos de consumo, en lugar de entenderlo como otra herramienta más del capitalismo para reproducirse a través de nuestras vidas privadas y atajarlo como lo que es: una nueva apariencia que toma un problema sistémico.
Este concepto anglosajón apunta, precisamente, a una de las grandes características del sistema que nos gobierna, a saber, la producción indiscriminada e ininterrumpida de novedad y la enorme acumulación de beneficio a través del hiper consumo de esta. Así, el consumo de esta novedad se presenta como un dictamen ansioso, como la voz de la conciencia a la que obedecer. El castigo de la desobediencia es el destierro. En un mundo en el que las cosas nacen y mueren a una velocidad vertiginosa, se nos exige que estemos actualizados en el seguimiento de lo nuevo, de lo último: ¿has visto la nueva serie de Netflix? ¿Te has leído la última novedad literaria? ¿Has escuchado el último disco de Taylor Swift o de Artic Monkeys? Y, por supuesto, coméntalo: produce contenido que quedará en el olvido, con suerte, a los dos días. Porque una de las cualidades de la novedad es que funciona como los memes: tiene un tiempo de vida muy corto porque sigue ritmos muy acelerados. Lo que nos hacía reír y se volvió viral hace un mes, no parece tener sentido al mes siguiente en el mundo digital. Ni siquiera al día siguiente. De hecho, parece que ha pasado una eternidad desde que salieron estos discos que hemos comentado y solo fue hace poco más de un mes que se publicaron.
De esta forma, se nos hace realmente complicado saber si este deseo que nos mueve a leer, a escribir, a contemplar obras de arte o acudir al cine o al teatro con las amigas parte de una genuina voluntad de aprendizaje o si acaso es una respuesta ansiosa y automática a la máxima neoliberal que nos dicta producir y consumir sin descanso ni límites. ¿Para qué? Quizás es la forma que se nos ha vendido de poder tener visibilidad, impacto, voz. Marina Garcés comenta en Un mundo común cómo la cultura define un «espacio de visibilidad» donde se determinan «los interlocutores válidos» y donde todo lo demás «es condenado a no existir». Esto es, si estás al día de todo y comentas todo la primera, tendrás más visibilidad y voz; si no, ocurre este destierro del que hablábamos.
La primera escena de la película Trainspotting comienza enumerando, a través de la estructura «elige x, elige y, elige z», cantidad de actividades, bienes y servicios: «elige una carrera», «elige un empleo», «elige un televisor grande que te cagas», «elige un piso piloto», «elige una hipoteca a interés fijo», etc. Así bien, la trampa neoliberal, que tan bien caricaturiza esta cinta, es hacernos pensar que realmente tenemos capacidad de libre elección. Más bien, se nos fuerza a tener que elegirlo todo que, en definitiva, es no elegir nada. Estas son órdenes inoculadas desde el sistema y que hemos asimilado como propias. Al igual que en Trainspotting la voz en off del principio, que es la del protagonista, parece repetirse a sí mismo una suerte de manifiesto aprendido de carrerilla que suena tan poco creíble como cínico, creo atisbar en nosotras la existencia de una pulsión nerviosa que nos empuja a la búsqueda de habitar la novedad, es decir, a no salir nunca de la rueda de consumo y producción de novedades de la que ya hemos hablado. ¡Claro que es tanto un consumo como una producción fugaz, que es lo que propicia la continuación de la rueda! De lo contrario, la alternativa es este destierro del que hablábamos: no existes como escritor si no te has pronunciado sobre el asunto de la semana o si no estás al tanto de todas las novedades literarias. Y esto se traslada también, como en nuestro grupo de amigos, a nuestra vida personal. El miedo a perderse el último viaje, la última quedada, el último cotilleo y sentir en tus carnes el destierro de la no pertenencia que dicta un sistema que te empuja fuera si te has perdido esta última experiencia. Además, este deseo ansioso de estar al día consumiendo la novedad nos atraviesa a todas; por lo que se crea en torno a la novedad una suerte de fetiche, esto es, resulta más deseable cuantas más personas lo deseen.
De este modo, el capitalismo nos crea necesidades o problemas para los que, casualmente, tiene la respuesta o solución. Eso sí, te la vende. De la misma forma que nos crea la necesidad de encajar en unos estereotipos de mujer, nos ofrece la posibilidad de acceder a ellos: la democratización de las operaciones o intervenciones estéticas. Así, la rutina de explotación laboral en la que estamos todas inmersas nos empuja a buscar estímulos intensos, rápidos, abundantes, que nos distraigan, que nos hagan sentir, que nos coloquen y enganchen. Y esto, por alguna razón, nos lo ofrece en bandeja el capitalismo a través de la industria cultural o del ocio.
Por supuesto que esto nos crea ansiedad, angustia, asfixia, miedo a nunca haber leído suficiente o no acudir lo suficiente a todas las quedadas con tu grupo de amigos, pero el remedio dista de ser desinstalarse las redes sociales (aunque muchas veces es a través de ellas como se nos imprimen estos mandatos y esta presión). Se apropia de nosotras un miedo visceral a resultar reemplazables como aquel móvil que se queda obsoleto porque la nueva actualización —que es mejor— ya está en el mercado. Todo se convierte en producto reemplazable por su «digievolución» en un sistema que homogeniza a través de su producción en masa y en cadena.
La solución pasa por entender que para desactivar esa voz en off hemos de cambiar la forma en la que producimos; de esto se derivará una forma en la que nos relacionamos con la novedad, en la que consumimos. El resto es continuar en el paradigma de consumo de experiencias fuertes, intensas, novedosas; porque de eso se trata en el capitalismo: de que todo resulte rápido, efímero y líquido. Comenta Paul B. Preciado en Testo yonqui que el capitalismo en su fase actual funciona a través de la «difusión ultrarrápida de información, un modo continuo y sin reposo de desear y de resistir».
Así, la única manera que encuentro de confrontar ambas cosas es adoptando silencios, espacios, pausas, ritmos lentos. Escribe Marina Garcés: «el gran desafío hoy es darnos el espacio y el tiempo para pensar». Solo desde ahí, desde este tiempo pausado que requiere una existencia alejada de los paradigmas neoliberales de hiperproducción y consumo en masa, podemos encontrar el lugar para la creación y para lo nuevo, para la pregunta por el sentido de esa creación. En otra parte anterior del libro, Garcés también añade: «no podemos verlo todo, ni queremos hacerlo. Que es importante el saber, pero más aun lo que no sabemos».
Comentarios
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