Otras miradas

El rencor de las mujeres feas o la venganza de las chicas Topolino

Irene Zugasti Hervás

Periodista y politóloga

El rencor de las mujeres feas o la venganza de las chicas Topolino
Imagen incluida en el libro 'Mujeres en pie de guerra. Memorias de nosotras (Ediciones B)'

El título de este artículo no es mío: se lo he robado a José Vicente-Puente, un personaje gris o, más bien, diría azul oscuro, que fue propagandista de Falange y cronista del Madrid de los primeros años de posguerra, y terminó sus días pasados los ochenta yéndose de copas y chicas con Franciso Umbral, que es un camino bastante natural para este tipo de personajes.

El caso es que Vicente-Puente usó esa frase, "El rencor de las feas" para titular una crónica que escribió en el diario franquista Arriba dos meses después de la victoria golpista en la Guerra Civil en 1939. En ella volcaba un retrato cargado de odio de las mujeres republicanas, en el que, con la sangre del frente todavía fresca, quiso dejar claro el destino que le esperaba a las perdedoras y a quienes la derrota arrastró con ellas.

En la prosa de Vicente, que no era sino la ideología de todo un régimen, quedaban varias cosas claras: la más obvia, la repulsión y la profunda inquina que le producía el hecho de imaginar una mujer politizada, una mujer activa, una mujer ocupando un espacio público más allá de la iglesia o la cocina. Milicianas o maestras, estudiantes o diputadas, todas ellas eran, a ojos del nacionalcatolicismo, una repulsiva anomalía que debía ser eliminada.

"Junto a la ínfima mujer, que se subió a los camiones para detener a los nacionales en la Sierra y confundió la batalla con una dominguera excursión de pan y tortilla, ha existido la pedante intelectual de izquierdas, la estudiantilla fracasada, la empleada envidiosa del jefe". 

Una vez fusiladas, presas en Ventas, exiliadas o muertas de hambre y pobreza, el régimen buscó perpetuar el estigma sobre ellas, para dejar claro que nunca más iba a permitirse que esas chicas tuvieran el atrevimiento de intentar ser algo diferente a lo que les mandataban los libros de Formación del Espíritu Nacional. 

Se desplegó así un relato de repudio que las ridiculizaba y despreciaba: "infantiles y animales" decía Vallejo Nájera, "soldaditas de opereta" dijo Regina García. Muchas habían tenido que superar antes esa misma retórica en sus propias filas, porque el machismo se empeñó siempre en presentarlas, en fin, como mujeres incapaces, eternas niñas que jugaban con las cosas de los mayores, a las que la política y la guerra les vinieron grandes, como grande les viene ahora una Ley Orgánica, un Ministerio, un escaño, o el más mínimo coto de poder.

En paralelo a retratarlas como ineptas, podían ser también, paradójicamente, crueles, sádicas, "azuzadoras del odio, promotoras de la Muerte"  como definía a Margarita Nelken la Sección Femenina. El propio Vallejo-Nájera, que destrozó a cincuenta reclusas de Málaga en busca de un gen rojo, hablaba de su instinto de crueldad, que a veces se asociaba a un sadismo cruel e irrefrenable, y otras veces, por el contrario, era fruto de su debilidad, de su irritabilidad, de ser una histéricas, o de dormir al lado del "salvaje asesino" que ponía en su cabeza las ideas radicales de las que ellas no eran dueñas. "Las mujeres lanzadas a la política no lo hacen arrastradas por sus ideas, sino por sus sentimientos". Por aquel entonces, como buen germanófilo y admirador del III Reich, Vallejo-Nájera-Masterchef no habría encajado bien lo de "feminazis".

Para hacerlas aún más indeseables, su aspecto físico y sus cuerpos ocupaba gran parte también de ese discurso de repudio público y colectivo: se les narraba grotescas, feas, bajas, patizambas, y además, conscientes y resentidas de su fealdad: "un día el espejo les enseñó que nada podían esperar de sus encantos. Se dieron cuenta de que sus piernas eran gordas, deformes." Así, su sexualidad libre era sucia y primitiva, y acostarse con ellas, un acto grotesco y bárbaro, aunque fueran objetivo de su violencia sexual, como bien claro lo dejó en Radio Sevilla Queipo de Llano, que animaba a violarlas para enseñarlas lo que era "un hombre de verdad", sea lo que sea eso. El hecho es que los hombres de verdad de Queipo aún tienen tertulias en radio y canales de YouTube, y han convertido Twitter en un Radio Sevilla permanente donde arrojar sus fracasos.

La sexualidad de éstas mujeres fue, sin duda, la verdadera obsesión de sus enemigos, la que llenó páginas y páginas donde los cronistas del fascismo proyectaban sus más oscuros deseos, desde la desfloración hasta la necrofilia con la que fantaseaba Vallejo Nájera en sus informes, pasando por tantos otros textos donde se habla de su sexualidad irrefrenable, esa que incluso fragmentaba sus propias filas, tanto, que "de las milicianas, entre las que figuraban mujeres pobres que en otro tiempo ofrecían sus favores en las calles de Madrid a altas horas de la madrugada, se decía que causaban más bajas entre los milicianos que las balas de los soldados nacionales". Porque ya se sabe: todas putas.

Y por supuesto, estaba la clase y esa peste a pobreza de la que nunca, por mucho escaño o fusil que calzaran, podrían deshacerse. Vicente-Puente fue quizá el que más claro teorizó las razones por las que las mujeres de la izquierda habían vinculado su destino a la República y participado activamente en la Guerra, y éstas no eran ni la libertad, ni el marxismo, ni el anarquismo, ni la querencia a su pueblo o a su gente, ni tan siquiera la defensa de su propia vida. En realidad sus motivos últimos eran, para él y para el régimen, simplemente, el quiero y no puedo, la eterna frustración de los miserables que no quieren serlo. "Odiaban a las que ellas llamaban "señoritas"; pero en su interior comprendían que nunca serían ni podrían llegar a ser señoritas. Les aburría la vida de las señoritas. Ellas tomaban té cuando les dolía el vientre, y preferían bocadillos de sardinas y pimiento a chocolate con bizcochos." El franquismo jamás entendió que había mujeres que no querían ni la sardina ni el chocolate o que, quizás, aspiraban a todo, al pan y a las rosas, mujeres sin interés en pisar casas con alfombras porque ya conocían bien el suelo, a las que les daba igual ser tachadas de putas, de gordas, de charos, de infollables, porque soñaban con un mundo en que todo eso no fuera tan importante. Mujeres que Vicente-Puente jamás pudo siquiera imaginar en sus artículos, como le ocurre hoy a las crónicas de Jiménez Losantos, que a falta de argumentos, dispara contra los vestidos apretados, los peinados o los currículums de mujeres en cuya silla jamás se verá sentado ni en el más húmedo de sus sueños.

Así pues, queda claro que la violencia política en nuestro país tuvo y tiene género, tuvo clase, y tiene Historia. Que es mucho más que un insulto en un parlamento, y que quienes así quieren verlo recuerdan demasiado a los que solo veían violencia de género cuando un loco aislado dejaba a su mujer el ojo morado.

Por cierto, que para terminar, he de volver, a mi pesar, a Vicente-Puente. Como buen propagandista, él sabía que en paralelo a esas enemigas del régimen había que construir una feminidad digna de respeto y reproductora de sus intereses. A sabiendas de que las señoras recias, enjutas y enlutadas de la Sección Femenina no serían suficientes, Vicente Puente narró en un best seller de posguerra -no era difícil ser líder de ventas entonces, dado que todo el talento estaba en el extranjero o enterrado en cunetas- a las "chicas Topolino".  Chicas frívolas, amables, pizpiretas, vestidas a la moda italiana, a las que la política les aburría, pero les gustaba el cine, y Rita Hayworth, y las verbenas, y hablar francés, leían novelitas breves y escuchaban radionovelas. Una chica que, como las describía Umbral "buscaban un hombre -marido o no, con las oposiciones aprobadas o no-, como todas las chicas de todas las postguerras, cuando el heroísmo patriótico ha creado escasez de machos."

Para el régimen, las Topolino, eternas clases medias urbanas aspirantes a no ser mucho más, no eran una amenaza, solo una desviación pasajera: "¡Déjala ya! (Se dice Vicente-Puente a sí mismo en su novela) Al fin y al cabo, esa chica seguirá así unos años; luego se enamorará y será una encantadora y admirable madre de familia". 

Pero lo que tampoco supo ver Vicente Puente, ni Umbral, ni Reverte, ni tantos otros,  es que tras décadas aguantándoles a él y a tantos otros tantos como él, las Topolino también les saldrían rebeldes, tanto, que irían a manifestarse el 8M de la mano de las feas y salvajes de sus amigas, y renegarían de Pablo Motos, sacudiéndose sus babas y respondiendo a su violencia, y comerían  chocolate y bocatas de sardinas en aquelarres cotidianos con sus compañeras. Y esa es la mejor justicia, la que nunca se imaginaron en el Diario Arriba: la venganza de las feas y de las chicas Topolino. 

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