Otras miradas

¿Viva España?

Marta Nebot

bandera españa
Varios militares portan la bandera nacional durante el acto institucional por el Día de la Constitución en el Congreso de los Diputados, a 6 de diciembre de 2022, en Madrid - EDUARDO PARRA / EUROPA PRESS

Mi niñez vive sobre todo en patios de colegios concertados de Andalucía, Extremadura, Madrid y Canarias y en ella la bandera de España no sale.

Nos mudábamos mucho por el trabajo de mi padre y mi madre casi siempre conseguía plaza en colegios de curas o monjas, aunque fuera a mitad de curso. En las celebraciones escolares recuerdo las banderas autonómicas más que la otra. En mi memoria, la bandera de España era la que estaba en los cuarteles. En los ayuntamientos y el resto de espacios públicos siempre aparecía camuflada con las otras.

Pensándolo más, en realidad, la roja y gualda solo me viene fuertemente al recuerdo en la noche del 23-F. Nos pilló en Badajoz viviendo en un tercer piso en frente del cuartel de Menacho. Desde esa altura lo veíamos entero por encima del muro que lo encerraba. Mi madre no nos dejó ponernos de pie hasta que todo terminó. Por la noche, agachados, por las esquinitas de las ventanas, cuando ella no miraba, vimos los tanques arrancados moviendo sus cañones, bajo unas luces blancas muy potentes, en medio de otros haces de luces rojas que se movían como sin apuntar, custodiados por la bandera que ondeaba ¿en su nombre?

Pero más allá de esa noche, yo que nací en el año en que Franco murió, 1975, no tuve presente la bandera en ningún momento durante mi infancia. En aquellos primeros años de la vuelta a la democracia o no se le dio mucho protagonismo a la insignia nacional o yo estuve muy despistada. En otros países los niños saludan a la bandera todos los días. Aquí eso se dejó de hacer después de Franco. Nuestra bandera, a pesar de llevar otro escudo, sigue siendo la misma. Tenía lógica que no se ondeara demasiado. Media España la tenía –¿y la tiene?- asociada a un país injusto que se ensañó con los perdedores de un golpe de estado.

El furor por este símbolo renació de la mano de Aznar, según ABC, que en esto es una fuente acreditada. En Madrid, en la Plaza de Colón, ondea una enorme desde que en 2001 el primer presidente del Gobierno de derechas después de la dictadura se lo sugirió al alcalde José María Álvarez del Manzano. Hasta entonces allí había ondeado una gran bandera de 24 metros cuadrados, que fue sustituida por "la más grande de España" de 294, sostenida por un mástil de 50 metros de altura y 20 toneladas de peso.

En la competición por la grandeza de esta insignia, Vox ha ido aún más lejos. El 26 de octubre de 2019 compró y paseó por Madrid "la bandera de España más grande de la historia", con motivo de una concentración de sus simpatizantes por la unidad de la patria. Se la encargó a Sosa–Dias, una empresa especialista, según su página web, en "la fabricación de banderas y de publicidad textil". En tiempo récord  fabricó una de mil metros cuadrados, 50 de largo por 20 de ancho, y cerca de 130 kilos de peso. Es como una piscina olímpica; solo en doblarla hay que emplear 45 minutos. Los cincuenta empleados de esta fábrica, con sede en Colmenar Viejo, tuvieron que echar veinticuatro horas seguidas de trabajo a destajo para conseguir cumplir con este encargo improvisado. Sosa–Dias despachó a tiempo la gigantesca publicidad textil que le habían pedido. Aquello no podía llamarse bandera nacional porque solo representa a un partido político concreto;  era la bandera de Vox en un acto de propaganda.

Ahora me pregunto dónde la estarán guardando hasta la próxima vez que quieran bañarse en su patria o tropezar con ella. No fue fácil moverla extendida sobre tanta gente;  las imágenes del día lo muestran. El acto no era apto para claustrofóbicos. Quizá por eso no llegó a ondear en Colón como todos los medios afines a Vox anunciaban. Ni era sencillo pasearla, ni intentaron izarla porque, probablemente, ni estaban autorizados ni era seguro izar semejante mastodonte.

Y más allá de la logística imposible de una bandera descomunal:  ¿no es curioso que se crea que la unidad de un país se puede estimular poniendo banderas más grandes? ¿Alguien puede creer que las instituciones son más o menos fuertes en función del tamaño de sus símbolos o de cuánto se grite "viva España" o con cuántas banderas de España se atosigue? ¿No es ridículo creer que el amor a la patria se puede imponer y más en democracia? ¿Es una ilusión absurda o es nostalgia de otra época? ¿No sería más razonable intentar seducir con la patria que intentar darnos con ella en la cabeza? ¿Acaso no saben que el amor solo puede ser cultivado, que se vuelve esquivo si es exigido, irreal si es impuesto?

Me he preguntado muchas veces en los últimos años por los motivos de tanta súper–representación de la bandera. Los interrogantes vuelven cada vez que me encuentro con rotondas con más de ocho y de diez –además de la que ya cuelga del balcón del ayuntamiento–; cuando la ponen como luces de Navidad para envolver belenes, recordando al nacionalcatolicismo; cuando la llevan en las muñecas, en los coches, en las ventanas, en todas partes menos en la parte del raciocinio que reconoce que esa bandera es tan suya como de los que no la paseamos.

¿Para qué lo hacen? ¿No es eso menoscabar la autoridad del símbolo que solo debería estar en su sitio representándonos a todos? ¿Será que creen que nos vamos a olvidar de en qué país vivimos? ¿Será que la siguen llevando como símbolo de aquella victoria ignominiosa, como una afrenta eterna contra los que perdimos? ¿Será que siguen creyendo que España es más suya que del resto? ¿No habría que limpiarla de franquismo para que podamos empezar de cero?

Hace tiempo que pienso en cómo podríamos reconciliarnos con ella. Y la verdad es que parece muy sencillo: necesitamos, de una vez por todas, una memoria histórica sistemática y verdadera. ¿Para cuándo un gran acto de Estado para las víctimas republicanas con todas las instituciones con la mano en el pecho admitiendo un mea culpa, al menos por el retraso? Tenemos que terminar con los periplos imposibles para recuperar los restos de los perdedores que sus familias quieran, sin depender del alcalde de turno. Nos hace falta resignificar todos los símbolos del franquismo, recordando su origen y desarrollo dictatorial. Es imperioso acabar con las batallas judiciales con los Franco y la devolución de todo lo robado. Llevamos tanto retraso que parece que la reconciliación nunca empezará. Con la memoria, incluida la nueva ley, se hace todo tan con la boca pequeña que siempre sabe a poco, a abrazos a medias, arrancados más que cariñosos, de esos que no calientan... Se han permitido vivas al dictador, vivas a una España que ellos querrían revivir pero que, afortunadamente, está muerta. Solo vive en su recuerdo y en el disimulo. Ese disimulo que pretende mantener tranquila a la bestia, como si fuera la que fue y como si este país no hubiera cambiado, mientras deja intranquilas a las víctimas y a todos los que creemos en la reconciliación y en la justicia.

Necesitamos marcar la diferencia de una vez. Empezar a marcar hitos hasta el fondo ¿Para cuándo la salida del Valle de Cuelgamuros de esa orden religiosa franquista que sigue custodiando su legado y unas placas que cuenten cómo se construyó ese mausoleo siniestro? ¿Para cuándo el resto de placas que expliquen los otros lugares, los símbolos del horror franquista por ley y con presupuesto, sin depender de políticos locales? No hace falta destruir nada. Sí es imprescindible resignificarlo todo.

Y, en ese sentido, este 6 de diciembre me ha gustado ver el izado de la bandera en la puerta del Congreso. No es lo mismo que en Colón. Indiscutiblemente, no es lo mismo y podría ser un comienzo. El espectáculo pierde majestuosidad y metros de tela, pero es que verla de tamaño razonable y entre los leones que vigilan nuestra   democracia, la hace más nuestra y menos suya, es decir, más de todos, más bandera nacional y menos propagandística.

Así y ahí, indiscutiblemente, se escucha distinto un viva España.

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