Otras miradas

Leviatán al desnudo

Fernando Oliván

Profesor de Derecho constitucional y autor de 'Leviatán al desnudo. Una genealogía del Estado moderno'.

Sede del Tribunal Constitucional.
Sede del Tribunal Constitucional.

Decía Dickens al comienzo de su Historia de dos ciudades, y refiriéndose al periodo justamente anterior a la Revolución francesa, que vivimos, a la vez, en el mejor y en el peor de los tiempos. Es esa la sensación que también podemos sentir hoy día, acuciados por esas contradicciones en las que nos movemos y donde las nuevas esperanzas se confunden con nuevos miedos. Con el cambio de siglo, en apenas dos o tres décadas, nuestro mundo ha entrado, como aquella época que describe Dickens, en un nuevo ciclo.

El Estado, éste ha sido nuestro error, se presenta como un aparato inerte y neutral, la carcasa de un barco, tal y como nos lo pintaron los autores del barroco, algo que nos impide apreciar su verdadera naturaleza. Hobbes, el autor de esa metáfora que representa al Estado como un terrible monstruo al que llamó Leviatán, se percató de su estructura desde sus inicios. Leviatán, nos dirá, no es solo ese gigante compuesto por la Corte y sus funcionarios, sino sobre todo es un ser, una persona, con pensamiento y voluntad propios. Un nuevo rey-patriarca con voluntad de dominio sobre todos los cuerpos que le quedan sometidos.

La Revolución francesa quiso cerrar el ciclo monárquico abriendo la vía a la fusión del cuerpo inmenso del Estado con la sociedad civil. Sin embargo, frente al proyecto de un "Estado de todo el pueblo" que proclamó la Constitución de 1792, Leviatán reaccionó levantando la gigantesca máquina burocrática contemporánea, ese monarca sin rostro, de la Administración del Estado (el "fisco").

Estaba cantado. Cuando, bajo las formas del feminismo, el movimiento LGTBI o las exigencias de las doctrinas ecologistas y el igualitarismo de la nueva izquierda, surgen pulsiones de democracia y libertad, la reacción no se ha hecho esperar. Desde el Cono Sur hasta los mismísimos países nórdicos, el viejo Estado, el monstruo Leviatán, confronta con esa sociedad civil que reclama su espacio de libertad.

Lo que hoy vemos en el conflicto desatado por el Tribunal Constitucional no es más que la enésima batalla de esta lucha por las libertades. Lo vemos en algunas de las expresiones utilizadas por los nuevos corifeos del poder y que nos vienen a explicar el enfrentamiento entre Parlamento y Corte Constitucional como un dilema entre soberanía y legalidad, desvinculando ésta última de la voluntad general. La Constitución, la ley y su legalidad se elevan, como si de una nueva Biblia se tratara, a la categoría de lo santo, radicalizando así la independencia de Leviatán respecto a la voluntad popular. Una sacralización del texto alejada del principio democrático de la soberanía popular.

Ya Carl Schmitt, en medio de la crisis de la República de Weimar y ante el peligro de una democratización de Alemania, propuso levantar un "Guardián de la Constitución", es decir, un instrumento capaz de salvaguardar las esencias del Estado perturbadas por los anhelos de libertad que corrían por las calles. Las opciones que nos propone son muy variadas, y sobre su "reconocido prestigio" se puede gravitar tanto la fórmula de un Tribunal Constitucional como la instancia de un árbitro neutral, ese monarca o káiser -hoy vuelve a sonar este término en Alemania- o, incluso, y con ello ya entramos en territorios más peligrosos, la persona colectiva del ejército, algo que actualizarán regímenes como el turco de Attaturk o el chileno de Pinochet. No sé si en esto pensaban nuestros aclamados padres de la Constitución cuando redactaban artículos como el 8 sobre las fuerzas armadas o el título dedicado a la Corona y de los que, ya en la recientísima historia de estos últimos años -pienso en el conflicto catalán y en el papel desplegado por ambos institutos- hemos podido apreciar su verdadera naturaleza. Hay ahí, sutilmente entrelazados en el articulado, al menos, hasta dos textos constitucionales distintos y en más de un momento contradictorios. Gajes de una Transición democrática no siempre bien narrada y que ya merecen una profunda depuración.

No nos dejemos engañar por las palabras, los conceptos "separación de poderes", "independencia de los jueces", "control de la constitucionalidad de las leyes" no son instituciones al margen de la realidad política y mucho menos aparatos neutros en la vida democrática. Todos ellos son instrumentos de esas luchas que, desde los orígenes del Estado, han confrontado el núcleo del poder con los espacios populares. Recordemos que cuando Montesquieu habla de esa separación de poderes, lo hace, no en el marco de un Estado democrático, sino confrontado con el despotismo ilustrado de los reyes de Francia. Pero es que Voltaire, líder de esa Ilustración sobre la que se levantarán los textos constitucionales, apunta los peligros de una judicatura demasiado escorada hacia posiciones ultraconservadoras y obediente a los mandatos de la Iglesia ("Tratado sobre la tolerancia").

El propio texto de la Constitución del 78 insiste en esa unidad del poder, residenciando la soberanía, en su totalidad, en el pueblo. Solo de ahí emanan los poderes del Estado. Una unidad -lejos de toda veleidad de separación o división- que se ve confirmada por el propio aparato institucional. Basta leer en su integridad los artículos 66 y 117 donde se configuran los poderes legislativo y judicial y donde se insiste en el sometimiento de ambos a la voluntad popular, un pueblo representado, no lo olvidemos, por el aparato parlamentario. Ese último artículo insiste: "la justicia emana del pueblo", la función de esos jueces y tribunales se reduce a administrarla, por eso la elección de los jueces y sus órganos de gobierno, de una forma u otra, debe poder vincularse a la voluntad de la gente. Solo recuperando esa centralidad de la soberanía popular podremos reconstruir el ideal democrático.

Sin embargo, pese a tantos peligros, también gravitan elementos de esperanza. Hemos hablado del feminismo y las fuerzas que le acompañan. Si la Ilustración hizo tambalear el poder de la Iglesia hasta tumbarla, el feminismo, dado el carácter patriarcal y monárquico del Estado, está siendo el más poderoso revulsivo a ese remedo de paterfamilias que constituye el viejo Leviatán. Pero no es el único desafío que afronta el modo Estado, ahí están también esas crisis que abren en canal el espacio internacional y que empiezan a arrinconar a Occidente -la verdadera casa de Leviatán- empujado por civilizaciones y poderes emergentes que reclaman su nuevo protagonismo.

"Eppur si muove", dijo Galileo cuando, por exigencias de la Inquisición, se retractó de su teoría cósmica. Es decir, pese a todo, algo se mueve. Un nuevo panorama se dibuja. Frente a aquel grabado que nos propuso Hobbes, ya no es Leviatán el centro de la escena. La violencia con la que reacciona apunta ya a un fin de ciclo. Es lógico que se despierten temores, sin embargo, las esperanzas que se abren son superiores. En ello nos va la auténtica libertad.

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