Cada vez que una controversia jurídica salta a las cabeceras de prensa, intento dibujar mi propio mapa del territorio pero soy incapaz de formarme un juicio sin consultar primero a mis juristas de referencia. En realidad es algo que me ocurre a menudo. Por ejemplo, conozco los síntomas de la gripe pero prefiero escuchar una opinión médica. Sospecho que viene lluvia pero consulto el parte meteorológico y cada vez que se avería la nevera siento la tentación de abrir la caja de herramientas pero siempre termino pidiendo sopitas al servicio técnico.
A cambio de mi torpeza en la mayoría de campos del conocimiento, he desarrollado algunas astucias menores que me invitan a poner bajo sospecha los simulacros de la esfera comunicativa. Por ejemplo, creo que sabría distinguir una tormenta mediática a ojos cerrados e incluso meses antes de que nos salpique. Las huelo a la legua. Cuando suenan los tambores de guerra, mi nariz de lebrel despierta y comienza a tantear el terreno igual que las antenas de un insecto en busca de comida. Me dirán que estoy exagerando y es cierto. Pero a veces las hipérboles pueden ser muy pedagógicas.
Las tormentas mediáticas huelen a oficina mal ventilada y desprenden el suave rumor de las máquinas contadoras de billetes, que es como sonaría un millonario frotándose las manos. En el reservado de un restaurante de extrarradio, durante los entremeses, el capo de una televisión susurra titulares sobre un gobierno en apuros y seduce a esos periodistas frustrados que vieron a Robert Redford en Todos los hombres del presidente y fantasearon con destapar el Watergate pero tuvieron que foguearse entrevistando a la reina de las fiestas patronales.
Los grandes medios de comunicación, como cualquier empresa de bien, contemplan dos objetivos primordiales. Su primer cometido es moldear la opinión pública y condicionar la discusión política. Es decir, acumular poder e influencia. Su segundo cometido es vendernos bienes y servicios en los descansos publicitarios. A primera vista, tal vez parezcan dos metas sin relación pero la maquinaria funciona con una armonía implacable: cuanta más influencia política demuestre un grupo de prensa, más productos será capaz de despachar. Y viceversa.
Imaginemos una hipótesis tan remota y disparatada que jamás ocurriría en el mundo real. Imaginemos, por ejemplo, un quimérico país llamado Nunca Jamás donde las tasas de criminalidad son menores que en otros países. Esto quizá represente el ideal de cualquier ciudadano decente y sin embargo, amigas y amigos, resulta ser la pesadilla de los vendedores de periódicos. Las noticias felices no encuentran compradores, así que las televisiones comienzan a emitir reportajes de pavor sobre un fenómeno del que no existen datos perturbadores. Digamos la okupación.
En el país de Nunca Jamás, los espectadores comienzan a ignorar las cifras y empiezan a vivir con la extraña sensación de que en cualquier momento cualquier desconocido podría entrarles hasta el salón de sus casas. Los pequeños propietarios protestan y le piden al Gobierno, por el amor de Dios, que haga algo. El Gobierno, que ya tiene bastante con guerras y pandemias, decide no ganarse más antipatías y redacta una nueva ley que apacigua las quejas. En suma, las cadenas de televisión han conseguido legislar desde sus platós y las empresas de seguridad han vendido alarmas por un tubo.
Las tormentas mediáticas cambian de decorado pero conservan el mismo guion de sesión de tarde. Vídeos manufacturados con cámara al hombro y musiquilla de thriller de bajo presupuesto. Contertulios que repiten una y otra vez las mismas consignas de saldo con un entusiasmo unánime y un ceño fruncido de irritación impostada. ¿Dónde estaba la inquietud social cuando excarcelaron a Eduardo Zaplana? ¿Dónde estaban los indignados cuando Ignacio González abandonó Soto del Real? ¿Por qué nadie cuestiona el Reglamento Penitenciario que autorizó la liberación de Luis Bárcenas?
En algún momento del show, la bolita del trilero cambió de vaso y el debate jurídico sobre la ley del consentimiento se convirtió en un teatro de variedades. Ahí tenemos a los actores políticos, judiciales y periodísticos de toda la vida. La misma histeria alentada por las televisiones en el caso Wanninkhof. El mismo populismo punitivo, que es el cenagal donde más a gusto chapotea el gorrino de la ultraderecha. El pensamiento mágico nos lleva a creer, sin datos, que endurecer las condenas permite zanjar de un manotazo cualquier deliberación por intrincada que sea.
Los estribillos que tanto suenan estos días se asemejan a las arengas que gritan el PP y VOX cada vez que sale en libertad un preso de ETA. Hasta Covite ha tenido que saltar a la palestra para recordarles que no son los gobiernos sino los jueces quienes ordenan las excarcelaciones. Hoy los grandes medios de comunicación hablan con la misma saña desquiciada que emplearon hace cinco años, cuando utilizaron el asesinato del niño Gabriel Cruz para abogar por la cadena perpetua mientras la madre de la víctima pedía que no se extendiera la rabia.
El regate de última hora en las filas de Pedro Sánchez también está más visto que el tebeo. Es el PSOE reculando frente a la reforma laboral por presiones de la patronal. Es el PSOE reculando frente a la ley mordaza por presiones de las asociaciones policiales. Es el PSOE reculando ante la prisión permanente revisable por presiones de la crónica de sucesos y del padre de Diana Quer. A día de hoy, ni siquiera sabemos cómo pretende el Gobierno mantener la centralidad del consentimiento mientras exige a las víctimas que exhiban las heridas de la violencia.
Los argumentos jurídicos son sutiles y llenos de matices pero el periodismo necrófago tira de brocha gorda. Lo reconocemos cuando un niño cae a un pozo y las cámaras de Ana Rosa sobrevuelan el rescate. Lo distinguimos cuando Ferreras desempolva el Ferrerómetro para convertir en marcador deportivo cualquier acontecimiento monetizable. El viejo truco del miedo como dispositivo de control social. De qué sirve votar si nos gobierna con tanto celo la infatigable tiranía de las televisiones.
Comentarios
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