Jaime Montero Román
Abogado
Al hilo del reciente motín en el CIE de Carabanchel, en Madrid, se ha escrito mucho al respecto de la existencia y sentido de estos Centros de Internamiento de Extranjeros, tanto desde la óptica de la legalidad, como desde el punto de vista humano, denunciándose el hecho de que, en pleno siglo XXI, se prive de libertad a personas cuyo único delito es haber nacido en otro país.
Es evidente que nadie elige donde nace, ni hace ningún mérito o demérito para nacer en lugar concreto; el permanecer legalmente en el suelo patrio no es, por tanto, un derecho que derive de las aptitudes de la persona, o resulte ser recompensa a su quehacer diario, sino que es un mero privilegio recibido por derecho de sangre, como los que correspondían a la nobleza medieval.
Por ello, cuando se emplea el argumento de que "no podemos mantener una política de fronteras abiertas, porque aquí no hay recursos para todos" ha de tenerse claro, en primer lugar, que es la postura que aquél noble de la edad media podría sostener, con idéntica razón y argumentos, si se le conminara a compartir con los plebeyos sus riquezas: "Pero entonces seríamos todos pobres", objetaría nuestro noble escondiendo sus monedas, mientras a su alrededor el miserable vulgo muere de hambre.
La segunda objeción al argumento de la negativa a abrir fronteras tiene que ver con la distinción entre la política fronteriza de un país y el tratamiento a los inmigrantes una vez han superado esa frontera. Los CIES guardan poca relación con la política fronteriza, en la medida en que nada impide ofrecer un tratamiento digno y humano, incluyendo la posibilidad de estancia legal en nuestro país, a aquellos que han logrado superar los obstáculos fronterizos.
Así, el "efecto llamada" que se imputa a las regularizaciones, en realidad deriva de la oportunidad de ganarse la vida dignamente, como la reciente crisis económica, caracterizada por el retorno a sus países de inmigrantes, regulares e irregulares, ha puesto de manifiesto.
Por ello, desde esta perspectiva el mantenimiento de los CIES es un ejercicio de crueldad perfectamente inútil, pues la "situación irregular" de las personas extranjeras, que justifica su encierro, no deriva de su falta de voluntad o desidia, sino de una injusta legalidad que les obliga a transitar como sombras sin derechos, sujetos a toda clase de explotación, al impedirles "regularizar" esa situación. Esto es, la misma Ley que impide regularizarse al extranjero, le castiga por esa falta de regularización, y prevé además su ingreso en el CIE como medida cautelar para asegurar el castigo.
Y esto es precisamente lo que en pocas ocasiones se pone de manifiesto: El encierro en el CIE, por un plazo de hasta 60 días, de ciudadanos que no han cometido ningún delito, no es un castigo, como las penas de cárcel, sino una medida cautelar que pretende asegurar el cumplimiento de una sanción administrativa, como los son las multas de tráfico.
Al hablar de ello, pocas veces, o nunca, se trae a colación el art. 25.3 de la Constitución Española, que establece que "La Administración civil no podrá imponer sanciones que, directa o subsidiariamente, impliquen privación de libertad."
En efecto, si la Administración no puede sancionar con medidas que supongan privación de libertad, ¿Puede acordar una medida cautelar que, obviamente, supone una privación de libertad?
Ahondando en ello, la sanción que se trata de asegurar con el internamiento, consistente en la expulsión del extranjero y su prohibición de entrada en nuestro país por un número de años determinado, ¿No supone igualmente constreñir la libertad deambulatoria de esos ciudadanos, y por tanto es una sanción que nuestra Constitución prohíbe imponer a la Administración?
En definitiva, parece que, una vez más, nuestra Constitución, que para algunos menesteres parece sagrado ídolo tallado en piedra, inmutable objeto de adoración, en otras situaciones resulta ser plastilina en manos de los niños, amoldable a los intereses del momento.
Comentarios
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