Otras miradas

Leonard Cohen en su vals final

Álvaro Muñoz Robledano

Poeta

Álvaro Muñoz Robledano
Poeta

Ahora en Viena hay diez preciosas mujeres. Hay un hombro sobre el que la muerte llora... Así comienza Take this waltz, la canción en la que Leonard Cohen versionó el poema Pequeño vals vienés de Federico García Lorca. Ahora que Leonard Cohen ha muerto, me pregunto donde se apoyará para llorar el hombro sobre el que se apoya la muerte. Cohen ha sido, en mi opinión, uno de los artistas capitales del siglo XX y de lo que llevamos recorrido, con miedo, con ansia, con rabia, del actual. También uno de los más ocultos. Lo taparon otros muchos cantautores que saquearon su mundo con el más absoluto desparpajo; lo taparon ciertos bocazas que se referían a su obra literaria con conmiseración y desdén, sin comprender que la red tejida entre sus canciones, sus poemas y sus novelas dibuja una obra uniforme en su obsesión, en su pesimismo, en su lucidez. Pero también lo taparon sus propias máscaras, sus silencios inacabables, su magnífica oscuridad, su incomodidad. Leonard Cohen es, y será por siempre, un escritor, un cantautor, un poeta, famoso y reconocido, tanto como es y será, me temo, desconocido.

Aún recuerdo el golpe emocional e intelectual que supuso la lectura, en una juventud que pertenece a otra época, de La energía de los esclavos, mi primer contacto con el canadiense; un libro de poemas cínico, descarnado, cruel en ocasiones, sobre el que planeaba la derrota como un fantasma demasiado real y corpóreo como para poder conjurarlo: Bienvenida a estas líneas. Hay una guerra en marcha, pero procuraré que estés cómoda...estoy casi dispuesto a perdonar a los que intentaron aplastarnos con sus magníficos sistemas... El segundo asalto de mi particular combate con Cohen terminó también con un golpe demoledor: Los hermosos vencidos, una novela irreverente, inhumana a fuerza de tanta humanidad, que participaba del collage y de la cultura pop, aunque revisados a través del filtro de una noche fría y húmeda en el callejón trasero de la muy limpia sociedad canadiense; una novela en la que respiraban los arrojados del tren del tiempo, los parias de la sexualidad, de las razas, del dinero, de la religión; un laberinto de emociones y sensaciones donde la brutalidad se había aliado con una prosa elegante en su salvajismo, sincera en su construcción, necesaria para atisbar que Benjamín tenía razón: todo documento de cultura lo es de barbarie.

Y sus canciones, por supuesto. Aquel disco amarillo en cuya portada se veía su figura reflejada en un espejo: The best of  Leonard Cohen, un recopilatorio de sus cuatro primeros álbumes de estudio. Canciones como Suzanne, So long Marianne, Birds on wire o The partisan, en las que el amor es una religión cansada y la lucha un gesto casi sin sentido. El viajero por un paisaje febril y hermoso tenía voz, una voz grave, monótona, incansable pero permanentemente al borde del silencio, dispuesta a callarse cuando las palabras que entonaba con la cadencia de una salmodia erótica y desencantada llegasen a su límite. Él dijo en cierta ocasión que se consideraba poeta ante todo, pero que comprendió que en la música podía haber algo más de dinero. Quizás fuera esa la razón por la que se entregó a sus canciones, aunque la entidad de las mismas, el equilibrio que logró entre el ritmo versal y el ritmo melódico (algo mucho menos frecuente de lo que debiera), su capacidad para hacer de la información un sentimiento, para no engañar a quien sólo quiere ser engañado, para mostrar elegancia ante el vacío, consiguieron que lo escuchase con la atención que ningún otro cantautor ha logrado despertar en mí.

Las canciones de Leonard Cohen eran un modo distinto de ser Leonard Cohen. En 1988 la convulsión se llamó I´m your man, un disco furioso, repleto de sintetizadores, de música bailable, en el que su voz no necesitaba dejar su lentitud ni su susurro para ser atronadora. En aquel disco me decía que nos derrotan una y otra vez, pero que persistir en la derrota es una forma de resistencia. Es aquí donde puede escucharse Take this waltz, la más evidente referencia a Lorca, por el que sentía una admiración que nunca ocultó. Ojalá los que se han acercado a los poemas de Federico García lo hubieran hecho con la intimidad y la complicidad de Cohen; nos habrían ahorrado demasiados destrozos reales y demasiados quejíos imaginarios. Lorca recorre la obra de Cohen como un río subterráneo que asoma de cuando en cuando para dejar una metáfora rotunda, una alusión a la corporeidad de la religión, un ambiente claustrofóbico y sensual atrapado en una habitación de hotel que recuerda a la casa de Bernarda Alba, un discurso que prefiere ser vital antes que lógico, el dedo acusador del poeta en Nueva York esgrimido por el poeta de Montreal...

En 1991 se publicó I´m your fan, un homenaje en el que gente tan dispar como R.E.M., Lloyd Cole, Pixies o John Cale versionaban sus canciones. Las voces eran distintas, la tristeza entornaba los ojos, pero la energía de los versos era la misma, la llamada a permanecer despiertos se mantenía. En aquel momento, Cohen dejó de tener edad. Llegaron otros discos, otros libros. En 2011, El libro de la misericordia, una colección de poemas en prosa escritos a partir de sus estudios sobre el Talmud. Un libro en el que no hay religiosidad, sino presente, alguien que pide descanso y recibe dudas, alguien que es capaz de amar y lo acepta. Hace pocas semanas se puso a la venta You want it darker, su despedida, tan lenta, tan digna, tan interminable...

Podría terminar esta nota, que no pretende ser sino reconocimiento a mi más secreta y firme compañía de tantos años, con cualquiera de sus versos, pero hoy no puedo quitarme de la cabeza aquella imprecación de e.e., cummings que, pienso, le hubiera parecido adecuada:

Y lo que quiero saber es si le gusta su chico de ojos azules, señora Muerte.

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