Otras miradas

El día de las elecciones

Ramón Soriano

Catedrático emérito de Filosofía del Derecho y Política de la Universidad Pablo Olavide de Sevilla

Me levanté con buen ánimo. Era el gran día de las elecciones. Los extranjeros dicen que tenemos dos fiestas en España: la de los toros y la de las oposiciones. Se les olvida la tercera y más importante: la de las elecciones, la fiesta de la democracia. Quizás porque ellos están acostumbrados a votar y nosotros no tanto. Ya se me había pasado el enfado de la semana: la Comisión de Radio y Televisión, donde un grupo de políticos toma las decisiones con voto ponderado, o sea, de conformidad con el número de escaños de cada cual en el Congreso de los Diputados, había excluido a los partidos políticos Podemos e Izquierda Unida de la propaganda electoral. Con lo que en un tema tan relevante como las elecciones se extendían los tentáculos de los grandes partidos parlamentarios hasta las elecciones próximas. Los partidos de hoy condicionan la elección de los de mañana. Prueba de ello, actual y fehaciente, era que esta comisión había excluido de la propaganda electoral a los partidos indicados, de un plumazo, con un único argumento restrictivo, ilegal e inconstitucional, cargándose el derecho a la información de millones de votantes y el derecho a la participación política y al sufragio pasivo de ambos partidos políticos. No era moco de pavo, habían atentado contra la estructura básica de nuestra Constitución: los derechos fundamentales y las libertades públicas (arts. 20 y 23).

El prestigioso jurista García de Enterría se quejaba de que no se cumplían las previsiones del art. 20. 3 de la Constitución, que expresa: "la ley garantizará el acceso a los medios de comunicación social dependientes del Estado o de cualquier ente público de los grupos sociales y políticos significativos, respetando el pluralismo de la sociedad y de las diversas lenguas de España". Se han reducido estos grupos significativos a los que consiguen entrar en el Parlamento. Interpretación restrictiva donde las haya. ¿Qué diría el ilustre administrativista si viera que a partidos políticos presentes en casi todas las instituciones de representación política del país, como Podemos e Izquierda Unida, ni siquiera les han permitido un segundo de propaganda electoral en esos medios públicos?

Presto, tras el desayuno, me dirigí a mi Distrito Sur, donde colocan las urnas. La magnífica obra arquitectónica, lo que ha quedado de la antigua Catalana de Gas, obra de Aníbal González, parecía un hervidero de votantes, subiendo y bajando escaleras. Revisé mi nombre y la letra de mi mesa y fui a recoger mi papeleta, la de siempre. Pero esta vez lo habían puesto más complicado. No había una, sino tres papeletas: una con la lista de candidatos según el orden establecido por el partido; otra con los candidatos de la lista del partido, cuyo orden de prelación tú mismo podías cambiar; y una tercera donde podías hacer tu propia lista metiendo a candidatos de varios partidos. Me gustó la tercera, porque además de los candidatos de mi partido podía seleccionar a otros candidatos que me agradaban y daban confianza. Pude confeccionar una papeleta casi perfecta según mi ideología e interés.

Me dirigí a la urna y entregué el sobre al presidente.


- ¿Va Vd. a entregar un solo sobre?

- No le entiendo. Aquí está el sobre con una de las tres papeletas.

- Sí, de acuerdo, pero le pregunto si renuncia al segundo sobre, en el que elige al candidato de su circunscripción.


- ¿Mi circunscripción? Sigo sin entenderle, presidente.

- Es que además de votar la lista de varios candidatos de los partidos, Vd. puede también votar al candidato de su circunscripción entre las 200, con la misma población, en que se divide el territorio nacional.

- Gracias. No había caído. Voy a buscar el segundo sobre.

Efectivamente, había un sobre de otro color y unas listas pequeñas de candidatos. En cada una de las 200 circunscripciones cada partido presentaba un candidato y tú podías elegir a uno de ellos. Obtenía el escaño el que consiguiera mayor número de votos.

Entonces comprendí lo que pasaba. Debido a las críticas constantes a las listas cerradas y bloqueadas de los partidos políticos, habían ideado un método en el que podías configurar tú mismo una lista con los candidatos de los diversos partidos y además también podías elegir en tu pequeña circunscripción equivalente a una comarca al candidato de tu agrado. 200 escaños se asignaban por el método proporcional y cada partido consigue los escaños que le corresponde en proporción a los votos obtenidos y otros 200 escaños por el método mayoritario y obtenía el escaño el más votado en cada pequeña circunscripción. Recordé que éste era el método electoral de doble papeleta, que pretendía, por un lado, la proporcionalidad entre votos y escaños y, por otro, la personalización del voto en pequeñas circunscripciones territoriales, en las que se fomentaría una relación directa y más personal entre electores y elegidos, entre ciudadanos y representantes. Se acabarían los numerosos casos, en los que salía elegido un representante de una provincia, que él ni conocía ni nunca la había pisado.

Volví a la mesa y entregué los dos sobres al presidente.

Imaginé que, como en todas las elecciones, el ministro del Interior comunicaría un adelanto de los resultados electorales sobre las 21 horas. Me arrellané en mi sillón verde de grandes orejeras y conecté el televisor. En efecto, apareció el ministro a las 21.30 horas y comenzó el interminable recitado de partidos, votos y escaños. De pronto, me quedé de una pieza, atónito. Había advertido un tremendo error. Algo no cuadraba en absoluto. A mi partido, al que siempre votaba, le habían dado el doble de escaños que en anteriores elecciones con aproximadamente el mismo número de votos obtenidos. Siempre le había constado un escaño tres veces más votos que al partido ganador. Recordaba las elecciones de 1986, tan lejos en el tiempo, en las que para conseguir un escaño mi partido había necesitado 136.000 votos, mientras que el partido ganador únicamente 46.000 votos. Y esta enorme e injusta diferencia se había mantenido elección tras elección.

No podía ser. Algo había pasado. Quizás al ministro alguien le había gastado una mala jugada, intencionada o por despiste.

Llamé a mi vecino para salir de dudas, con ánimo contrariado. Él siempre votaba al PP. Al día siguiente de cada elección me miraba con una sonrisa socarrona y contenida, que no acompañaba bien a sus palabras: ¡Ánimo, ya vendrán tiempos mejores!

- ¿Te has enterado, vecino? Aquí hay truco. No puede ser, ¿cómo se explica que mi partido ha obtenido tantos escaños con los mismos votos de siempre, incluso algo menos, y el tuyo, también con los mismos votos habituales, ha dado tanto bajón?

- Tú siempre en tu mundo, Ramón. ¿No sabes que al fin han cambiado la ley electoral? La ley que todos los partidos decían que iban a cambiar en sus programas electorales y después de las elecciones "si lo dije, no me acuerdo".  Ahora se eligen 400 diputados, han suprimido la regla D´Hondt, los escaños fijos a las provincias, el reparto de los restos de los votos... Pero bueno, ¿lo has olvidado con la lata que has dado? Que si es una ley injusta, que si roba millones de votos, que si yo no me merezco tan pocos escaños...

- Ya, ya... Se me había olvidado. Me despisto con tantas cosas a las que atender. Gracias. Ya me hago cargo.

Volví a mi sillón. El ministro seguía desgranando los resultados. Todos los datos bailaban. Bajaban los escaños de los grandes partidos de siempre y subían los de los pequeños partidos: los de siempre y los nuevos, a quienes les robaban millones de votos sin piedad desde 1977. Con todo, seguía la falta de proporcionalidad entre escaños y votos, aunque la diferencia no fuera tan significativa como en otras elecciones.

Saboreé el regusto de pensar que al día siguiente mi vecino se tragaría su sonrisita socarrona. Yo le replicaré: ¡Sí, vecino, es verdad, como tú decías, los tiempos han cambiado!

Seguía imaginando la escena a gusto y ya sereno durante largo tiempo, cuando de pronto oí un fuerte y chirriante sonido. Era mi despertador, que inclemente me sacaba de mi agradable sueño a las seis de la mañana. Pero me alegré, porque tuve la oportunidad de disfrutar por unos momentos, aunque inconsciente, de unas elecciones más justas y reconfortantes que la que nos aguarda el próximo domingo, 28 de mayo de 2023, las elecciones de los votos desiguales y cautivos. Por enésima vez.

Sí, yo también como Luther King tuve un sueño. A él lo asesinaron. A mí seguro que los políticos nunca me ofrecerán unas elecciones justas y decentes. Seguirán asesinándome políticamente. A mí, a mi partido y a millones de electores.

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