Otras miradas

Entre enfrentarse al Estado y romper huesos

Andrea Momoitio

Periodista y escritora

A pesar de que las más mediáticas fueron las madres contra la droga gallegas, se organizaron a lo largo de todo el Estado español. En la imagen, una manifiestación de las madres contra la droga de Lanzarote en 1991./ La Voz de Lanzarote
Pese a que las más mediáticas fueron las madres contra la droga gallegas, se organizaron a lo largo de todo el Estado español. En la imagen, una manifestación de las madres contra la droga de Lanzarote en 1991./ La Voz de Lanzarote

A pesar de que apenas hay referencias bibliográficas sobre sus acciones y sus conquistas, los colectivos de madres contra las drogas se enfrentaron a lo inimaginable para tratar de hacer frente a los estragos de la heroína.

Hay muy poco escrito sobre los movimientos de madres contra la droga en el Estado español. Trabajaron duro, aquí y allá, para proteger la vida de sus hijos e hijas hasta que entendieron que, más allá del dolor de sus propias familias, el consumo de heroína era un embolado que afectaba a toda la sociedad. Así, exigieron políticas públicas ante lo que ellas siempre entendieron que era un genocidio. Estuvieron activas, sobre todo, durante los años ochenta y muchas de ellas todavía hoy trabajan desde sus barrios para hacer frente a las epidemias actuales. La de las casas de apuestas, por ejemplo.

Lo que querían era mucho más que sacar de la droga a la chavalería. En ¿Movilizándose por otros? El caso de las "Madres Contra la Droga" en España’, de Celia Valiente Fernández, uno de los pocos artículos académicos sobre el tema, la autora asegura que estas mujeres exigían al Estado que estuviera a la altura de las circunstancias. Proponían medidas concretas: "Programas de desintoxicación y rehabilitación, políticas para facilitar la incorporación de los ex toxicómanos al mercado de trabajo (tales como talleres de formación ocupacional), servicios sanitarios para atender las necesidades específicas de los drogodependientes, acciones de prevención (por ejemplo, en los centros educativos, a fin de evitar que los adolescentes y los jóvenes se iniciaran en el consumo de drogas) y medidas para mejorar las condiciones de vida de los toxicómanos que no podían o no querían abandonar inmediatamente su adicción a las drogas (el suministro de metadona, entre otros)". Lograron que se atendieran muchas de ellas, pero el esfuerzo que tuvieron que hacer para conseguirlo no está escrito en los libros.

Bueno, en uno, sí: Para que no me olvides, de la Editorial Popular. Editado en 2012, el libro es el resultado del trabajo conjunto de algunas de las miembras de Madres Unidas contra la Droga, de Madrid, con la Asociación para la Investigación y la Intervención social REDES. En el prólogo, desde la Asociación, cuentan las dificultades a las que tuvieron que enfrentarse durante el proceso. En su intento de llevar a cabo un "trabajo sistemático y de método lógico" se toparon con lo que a veces se pierde de vista en este tipo de análisis: la realidad. Caos en el archivo y caos en los recuerdos, pero la certeza de que se dejaron la piel en las calles. No fue fácil, claro. Entre otras cosas, en muchas ocasiones, tuvieron que enfrentarse al descontento de sus maridos. La mayoría tardó más que ellas en entender la gravedad de la situación y en asumir que, a partir de ese momento, no estaba garantizada la cena en la mesa.

En Para que no me olvides detallan infinidad de anécdotas. Dicen, por ejemplo, que fueron "las primeras" en denunciar la llegada "de las pastillas" a Madrid. Se enteraron pronto porque muchas de ellas trabajaban limpiando discotecas. No es casualidad, por supuesto. Juntas lograron sacudirse la culpa: No. No era responsabilidad precisamente suya que sus hijos e hijas se engancharan a la heroína. Podía caer prácticamente cualquiera. Cuentan que una panadera del barrio solía enfrentarse a ellas: "Decía que las madres de los yonkis no habíamos sabido educar a nuestros hijos. Posteriormente, a ella se le metieron tres en la droga y la mujer se ahorcó después de haber dicho todo lo que dijo. No lo pudo superar". Es difícil afrontar algo así, desde luego. Lo realmente difícil es cuantificar qué consecuencias reales tuvo el consumo de heroína en la sociedad española. Más allá de las víctimas directas, también incuantificables, los efectos colaterales del consumo resultan inimaginables. La panadera, por ejemplo.

Más allá de enfrentamientos en el barrio, con camellos de poca monta en muchas ocasiones o vecinas con poca altura de miras en otras, llevaron a cabo acciones de todo tipo para llamar la atención de las instituciones y de la prensa. Entendieron rápido quiénes eran sus verdaderos enemigos y, por eso, se opusieron firmemente a la Operación Primavera, una operación puesta en marcha por el Ministerio de Interior para denunciar a los pequeños traficantes: "Operación primavera, mierda puñetera", cantaban. Huelgas de hambre para denunciar la situación de los reformatorios, protestas ante las prisiones, una férrea condena de los FIES (ficheros de internos de especial seguimiento); okupaciones de casas para atender a quienes estaban pasando el mono, un encierro en la mismísima Catedral de la Almudena o una acampada en el Paseo del Prado. Participaron también, conscientes de la necesidad de articular luchas, en una besada a favor del matrimonio igualitario.

Hay algo, sin embargo, que me ha llamado especialmente la atención: cómo se ayudaban entre ellas incluso si lo que necesitaba alguna compañera era romper los huesos del cadáver de su hijo para trasladarlo en AVE a casa.

En el libro, por ejemplo, cuentan que en un encuentro en Andalucía conocieron a una mujer, de una familia "muy pobre muy pobre". Su hijo había muerto en Madrid y, sin que nadie les avisara, había sido enterrado en una fosa común. Trataron de sacarlo en el momento, pero les dijeron que tenían que esperar diez años hasta que se pudiera abrir: "Luego, si sale entero, se lo tienen que llevar en una caja con coche fúnebre y todo; y si no sale entero, pues lo pueden llevar en una bolsa y llevárselo ella misma en el AVE". Qué tremendo, la verdad.

Pasaron los años y, aquella madre, se acordó de las mujeres que había conocido en aquel encuentro: "Doña Sara, que soy Leo, que vengo a lo de mi hijo, mi José que murió en Carabanchel, ¿se acuerda usted?", preguntó al otro lado del teléfono. Se acordaba, sí. Ahí que se plantaron. En el cementerio de Almudena, en la apertura de la fosa en la que habían enterrado sin permiso a José. El chaval salió prácticamente momificado, pero si queréis saber cómo consiguieron llevarlo de vuelta a casa tendréis que comprar el libro. Solo diré que trataron de sobornar con 50€ al enterrador, que decía: "De aquí es más ancho y no me coge"; y que Leo hizo un crowdfunding en su pueblo. Para más detalles, tendréis que buscarlo.

Recuerda: Para que no me olvides. Es imposible.

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