Hace dos años, en el fragor del debate sobre la cooficialidad del asturiano, el partido de las tres letras y la tuberculosis bovina llenó Asturias de sendos carteles en los que se señalaba a Adrián Pumares, el diputado de Foro Asturias cuyo voto favorable posibilitaba la reforma estatutaria. Al más puro estilo de una formación admiradora de la Hungría de Orbán, uno de ellos traslucía la homofobia más repugnante: mostraba a Pumares besándose con el presidente socialista Adrián Barbón. «Los "Adrianes" te quieren meter la llingua». En el otro, el rostro de Pumares aparecía tachado. Semejante señalamiento trumpista llevó a Foro a «romper puentes» con el partido de Santiago Abascal. Quizás, también, a acobardarse en la defensa de la lengua asturiana, para cuya oficialidad exigieron finalmente la contrapartida, chantajista e inaceptable, de la derogación del impuesto de sucesiones. Dos años después, mientras estas líneas se escriben, los puentes rotos parecen des-romperse (tal vez eran levadizos): Foro negocia con Vox la conquista de la alcaldía de Gijón.
La derecha entiende mejor que la izquierda que la política no es espacio para escrupulosos, ni para dignos, ni para altruistas, sino conflicto de intereses, y articulación de los mismos. Y lucha de clases. La citadísima provocación de Warren Buffett —aquello de que la lucha de clases existe y la estamos ganando nosotros, los ricos— viene a la memoria cuando vemos que el PP está dispuesto a facilitar, en Barcelona, la investidura de Xavier Trias. Contará, parece, con el apoyo de la Esquerra, que, como dice Antonio Maestre, a diferencia del partido de Feijóo, entre nación y clase escoge la nación, allá donde otros, por nacionalistas que sean, escogen siempre la clase cuando es una de las dos partes de un dilema. La CUP se abstendrá también para facilitar que Junts obtenga la presidencia del Parlament. El fútbol, decía famosamente Lineker, es un deporte en el que juegan once contra once y siempre gana Alemania. Al deporte de la política catalana siempre gana Convergència i Unió.
Pumares, Foro, que arrasó en los barrios pijos de Gijón, pelea también la lucha de clases y por eso exige contrapartidas erosionadoras del Estado del bienestar a cambio de la oficialidad que teóricamente apoyan; y, ahora, se tragan el amor propio para el magüestu con Vox. Quien esto escribe militó un tiempo, cuando todavía tenía pelo, en una organización juvenil comunista en cuyos cursillos de formación le explicaban las paradojas de la camaradería, un lazo distinto de la amistad. En la organización, en sus debates para acordar las posiciones del centralismo democrático, siempre bajo el principio de la crítica y la autocrítica, un bolchevique tiene el deber de criticar a sus amigos cuando considera que su posición es equivocada, así como el de defender la posición correcta aunque venga enunciada por un camarada que le caiga gordo.
Hoy, en este sentido, la derecha es mucho más leninista que la izquierda, más bien cristiana, aunque sea de un cristianismo elíptico, sin cruces ni incensarios. En realidad siempre lo ha sido. Los estallidos fundantes de la edad contemporánea escindieron en dos el viejo cristianismo. La izquierda se quedó con el fondo, renegando de la forma, y la derecha se quedó con la forma, renegando del fondo. Mientras nosotros, fuera de la iglesia que no pisamos, nos enredamos en invocaciones a la moralidad y espectáculos penitenciales, ellos mercadean resueltamente en el templo cuya propiedad conservaron y no miran atrás, sino solo a la compraventa inmediata. El dinero no tiene memoria, ni principios; la Biblia de sus adoradores es la de páginas vacías, con la tinta borrada por las olas, que Robinsón Crusoe encuentra un día en la playa de su isla. Pumares es camarada de quienes imprimieron carteles que lo insultaban y enemigo de quienes lo defendimos —y volveríamos a hacerlo— y, como Margaret Thatcher, un admirable combatiente de clase. Al otro lado del frente, tenemos mucho que aprender de ellos.
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