Me gusta conducir. Vivo en una aldea a 25 minutos del cajero automático o el supermercado más cercanos, así que conduzco mucho. Lleva encima mi utilitario de 2020 más kilómetros, diría un amigo mío, que un ALSA de dos letras. No me gustan los coches, no tengo especial interés en ellos, no sé de diferencias entre tipos y marcas, me aburriría tener que aprender sobre ello. Y estoy a favor de la limitación severa de su uso y de su expulsión progresiva de las ciudades e incluso de los pueblos, si nos ofrecen alternativas. Pero ello es que me gusta conducir, y me ha ido gustando más, no menos, a medida que he sido adulto; un adulto exhausto, desbordado por la vida y sus obligaciones, como todos.
El coche, su viñeta, su gasolina, sus cambios de aceite, su limpieza, sus reparaciones, no es, desde luego, la menos tediosa de esas fatigosas obligaciones. Pero lo que es conducir me gusta. Conducir es un paréntesis de simplificación en esa intrincada vida. Cuando conduces, solo tienes que hacer una cosa: conducir; y a diferencia de para tantas otras tareas, hay un camino perfecta, relajantemente delimitado para hacerla. Ojalá el resto de la existencia tuviera gps. Si no tuviera conciencia de planeta, a veces conduciría solo por placer, o por desestrés. Coger el coche y conducir a ninguna parte, mejor aún si de noche, y sin música ni la radio, solo con el sonido de neumáticos rodando; regalarme un instante durante el cual el mundo consista nada más que en las rayas blancas, brillantes, de la carretera, y mi propia velocidad. No es ajeno al placer del coche un sentimiento de huida, pero de huida segura, no desesperada. Sentir que se avanza y que se tiene un destino; sentir que se marcha inexorablemente hacia él. Que se tiene eso que es un anhelo de la época. El control.
En Polonia hay un así llamado Partido de los Conductores. Su símbolo son los trazos de un vehículo, y es pequeño, pero forma parte de una coalición emergente, la Confederación de Libertad e Independencia, conocida como Konfederacja: una derecha tan extrema como la gobernante Ley y Justicia, pero sin sus tonos estatalistas; o, dicho de otro modo, tan neoliberal como el otro gran partido del país, la Plataforma Cívica, pero sin su progresismo en temas morales. Allá conviven formaciones monárquicas, paleolibertarias, fundamentalistas católicas, agrarias... y este Partido de los Conductores que se presenta como defensor de «uno de los grupos más discriminados» de Polonia. Aboga por eliminar carriles bici, simplificar el reglamento de tráfico o abaratar todo lo posible el precio de la gasolina. Y su lema es: «Sami kierujemy swoim zyciem», o sea, «dirigimos nuestras propias vidas». En él se hace más explícito que en ninguna parte un rasgo característico de todas las ultraderechas contemporáneas: el coche como gran tótem. Los nuevos reaccionarios se manifiestan en él, lo invocan en sus campañas electorales, perpetran con él sus atentados, como el terrible y reciente de Haro, donde varios sanitarios fueron atropellados al grito, al parecer, de consignas contra el Gobierno de Pedro Sánchez. También a la yihad fascista, como a la salafista, le gusta conducir.
Libertad, control, aislamiento. El coche es un trasunto del Estado-nación soñado. Se cree en el automóvil con el terraplanismo con que los nacionalistas invocan la nación: el sueño de una cápsula mágica protectora. Las lunas como frontera, como aduana. Yo, soberano, decido si bajo la ventanilla o si la subo, si abro la puerta o si la cierro, desde dentro le hago la higa o me cago en la puta madre del conductor de al lado como no lo haría en la calle, cara a cara, sin vidrio templado por el medio. Y en este soberano reino de cuatro ruedas, decido («¿quién le ha dicho a usted que yo quiero que conduzcan por mí?») rumbo y velocidad. Y nada puede tocarme. El fascismo también es esas imágenes de gente temeraria arrancándose a conducir aguacero a través, torrente a través, triunfante la voluntad, inasequible el desaliento, y siendo arrollada, y siendo muerta. No hay cápsula aislante de catástrofes que no entienden de fronteras.
Un coche es un Brexit con ruedas. Hace la misma promesa, dispensa el mismo fracaso. No llega por Aliexpress aquello que se pidió: un mustang a cuyos lomos cabalgar la pradera, llegar donde nadie, charlar con pastores que allá donde Almanzor perdió el tambor le pregunten a uno si es verdad que Franco ha muerto y que el Madrid ganó la Séptima. Ser dueño del destino, orfebre de la gesta de la existencia propia. Libre. Pero libre con orden y con seguridad. El coche es la fantasía de la individualidad sobre la cual escribiera Almudena Hernando un ensayo impresionante. El conductor escoge —es libre de— conducir a cien o ciento veinte o ciento cincuenta por carriles marcados de carreteras creadas y cuidadas por otros: operarios que, por convenio, tienen derecho —esto me lo han contado hace poco— a parar media hora si, al segar, destrozan una botella con orines y les salpica (parece que es habitual que los camioneros miccionen en una y luego la tiren por la ventana). En el arcén, teléfonos para la llamada SOS si se sufre una avería.
Hay una insurrección cochista en marcha, con Madrid como su meca revolucionaria en España; y gana batallas, como la despeatonalización del Muro en Gijón o una reciente sentencia barcelonesa contra la mayor peatonalización de Ada Colau. El cochismo celebra cada palmo de asfalto reconquistado en cada ciudad. En él se condensa toda una cosmovisión. Cuando se habla de coches, no solo se habla de coches; a veces no se habla de coches en absoluto. La devoción automovilística también es, por cierto, un asunto muy masculino. Los defensores de la bicicleta son «sojas», son «hombres blandengues» que llevan en la cestita las bragas que plancharán. Hay quien mete sexta para escapar o intentarlo, aislarse o intentarlo, de las nuevas olas feministas. Que pregunten a Luis Rubiales si se puede.
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