Otras miradas

El miedo y los refugiados

Claudio Zulian.

Cineasta y artista.

Claudio Zulian.
Cineasta y artista.

En Italia, en octubre del año pasado, un pueblecito de pescadores erigió barricadas para impedir que 12 refugiados, sólo niños y mujeres, pudieran asentarse temporalmente entre ellos. La razones que adujeron ante la prensa eran el catálogo completo de todos los miedos fantasmáticos ligados a la figura del refugiado – y que tantas veces hemos oído: peligros personales – las mujeres de los pescadores se quedaban solas durante el día –, culturales – tienen otra religión – y políticos – a lo mejor hay algún infiltrado. Pero, quizá, el más recurrente consistía en afirmar que los pescadores eran pobres y cómo iban ellos a acoger a nadie. Confrontando su propia pobreza con la de los refugiados, los habitantes del pueblo estaban, de manera implícita, equiparándose con ellos y considerándolos como competidores. Podría parecer absurdo que ciudadanos de Europa (el continente más rico del mundo y, todavía, con la mejor protección social)  puedan considerar que su situación y la de unos refugiados que lo han perdido todo son comparables. Sin embargo, sucesos como éste han proliferado y los discursos de los habitantes del pueblecito se han vuelto comunes (son los mismos que profiere Donald Trump).

Desde hace cuatro décadas, la élites económicas y políticas están intentando convencer a los ciudadanos europeos de que son más pobres de lo que imaginan y de que viven "por encima de sus posibilidades". La crisis económica que ha estallado en 2008 ha llevado este tipo de argumentaciones hasta el paroxismo, pero la música había empezado mucho antes: con la crisis de 1974. Un libro de los años ochenta, por ejemplo, que analizaba la problemática económica de esos años, ya se titulaba: Living beyond our means (A. Malabre, 1985). Con esta expresión se transmite la idea de que las protecciones y ayudas que caracterizan el "Estado del bienestar"  son en realidad lujos impropios de la verdadera condición social de quién goza de ellas. Se muestra así a las claras lo que piensan las élites económicas: el gasto público inherente al estado del bienestar  ha sido injustamente deducido de sus legítimas ganancias. Así, en cuanto se han dado las condiciones políticas adecuadas, las élites han exigido el fin de esas "contribuciones" pidiendo a la población "austeridad"– una palabra que tiene connotaciones morales positivas y se opone a "despilfarro":  el Estado del bienestar es, pues, para las élites, un despilfarro, un gasto inútil. Ideas, todas ellas, que han sido uno de los pilares de las políticas neoliberales. Las instituciones del "Estado del bienestar" no sólo han sido vistas como una injusta merma de las ganancias privadas, sino que se han considerado incompatibles con el radical individualismo egoísta en el que se basan las ideas neoliberales. Después de cuatro décadas de políticas de "austeridad", muchos europeos se consideran si no pobres, al menos en serio peligro de acabar siéndolo. Muchos han visto concretamente bajar sus ingresos e incluso han tenido que preocuparse por cosas que parecían inimaginables en un Estado del bienestar: la comida, la luz, el agua. Además, la percepción cada vez más difusa es que la propia Unión Europea es un actor clave en la imposición de tales políticas.

Los tratados que fundaron la Unión Europea, eran tratados de contenido económico: el tratado de París de 1951 por el que se creó la Comunidad Europea del Carbón y el Acero, y los dos tratados de Roma de 1957, por los que se crearon la Comunidad Económica Europea y el Euratom. Las razones de estos acuerdos no eran, sin embargo, sólo de carácter económico. El entonces ministro francés de asuntos exteriores, Robert Schuman, por ejemplo, en su importante discurso del 9 de mayo de 1950, declaró que unos concretos intereses económicos comunes eran el mejor seguro para una paz duradera en Europa, después del desastre de la Segunda Guerra Mundial. Se trataba, pues, de empezar por instituir acuerdos supranacionales sectoriales que sentaran las bases de una creciente integración, evitando así la posibilidad de nuevas guerras en el continente. Este planteamiento pragmático tuvo un éxito notable: dio comienzo a un largo período de paz – que todavía dura - y abrió el camino a la creación de la Unión Europea. Pero constituyó también un pecado original: la dimensión económica ha sido, a partir de entonces, predominante en la construcción de la Unión Europea – en sus tratados y en su andamiaje institucional. Así, cuando, en los años ochenta, las élites neoliberales emprendieron su proyecto de dominio, encontraron un instrumento perfecto para sus propósitos. Los contenidos políticos y sociales eran menores en los Tratados Constitutivos de la Unión Europea que en las Constituciones de los diferentes estados miembros y ello derivaba en que había menos mecanismos de control democrático directo.  Eso permitió – y permite - la imposición de políticas neoliberales a escala continental obviando el debate público.

Es este el contexto en que se firma, en 1985, el Acuerdo de Schengen. En él se consagra la libre circulación de personas y mercancías entre los países firmantes, pero, al mismo tiempo, se levanta un muro infranqueable en las "fronteras exteriores". Los ciudadanos europeos podrán moverse libremente en el "espacio Schengen", mientras que todos los no-comunitarios  van a estar sometidos de manera estricta al filtro de las fronteras – especialmente todas las personas con pocos recursos. El "muro exterior" de Schengen es portador así de un mensaje de seguridad dirigido a los ciudadanos europeos cuya protección social está al mismo tiempo menguando por las políticas neoliberales. Por un lado hay crisis económica porque la población "ha vivido por encima de sus posibilidades"; por otro lado, en las fronteras se agolpan personas mucho más pobres y que los poderes de la Unión Europea mantienen a raya. En suma, sin la acción de las élites que están desmontando el estado del bienestar, todo podría ser todo mucho peor. Hay que estarles agradecidos por "defendernos" de este "asedio". Este planteamiento perverso  ha cundido lógicamente sobretodo en esa parte de la población europea que se ha visto más perjudicada por las políticas de austeridad.

Aún y así, cuando la crisis de Siria llegó a su clímax, en septiembre de 2015, en muchos países de Europa hubo espontáneas manifestaciones de solidaridad hacia los refugiados. En Barcelona, Madrid, Londres, Roma, Berlín y Varsovia, la gente salió a la calle para exigir a sus propios gobiernos que se hicieran cargo de la situación y abrieran sus fronteras. Sin embargo, los gobiernos – menos Alemania - reaccionaron con mucha tibieza y dieron largas, con vagas promesas de acoger refugiados que nunca se cumplieron. No podía ser de otro modo puesto que la generosidad mostrada por la población era absolutamente contraria al mensaje de escasez fomentado desde las élites: vivimos por encima de nuestras posibilidades y la generosidad es un lujo que no podemos permitirnos. La renuencia de casi todos los gobiernos y el sesgo del grueso de las informaciones mediáticas han acabado, de este modo, por girar a una parte importante de la opinión pública europea hacia posiciones muchos menos generosas y compasivas, apuntalando así el discurso neoliberal. Los habitantes del pueblecito italiano y tantos otros participantes en acciones similares en otros países de Europa, no son más que los tristes intérpretes de esta situación: nos muestran a las claras que  las políticas de austeridad han convencido a muchos europeos de que son unos refugiados en potencia. Como apunta Giorgio Agamben en un precioso texto sobre los campos de exterminio nazis, los refugiados son la avanzadilla de todos los demás desamparados.

Aunque muchos europeos del sur, especialmente jóvenes, se han marchado hacia Alemania o Inglaterra, el grueso, sin embargo, todavía no ha superado el umbral de desamparo o pobreza que decide la marcha. Por ahora  no ha habido una migración masiva. Los restos del estado socialdemócrata están todavía demasiado a la vista para no pensar que se pueden reactivar. Lo mismo sucede con los restos del estado-nación, que la globalización neoliberal ha erosionado, sin llegar a destruir del todo. Estas tambaleantes instituciones sociales y políticas constituyen ahora mismo en muchos casos la esperanza de abrigo de los europeos empobrecidos o temerosos de serlo. A veces por separado – reactivación de ideales y proyectos socialdemócratas o reactivación de proyectos nacionalistas –; otras veces juntas, como es el caso de muchos partidos de la extrema derecha europea que pergeñan programas de infausto olor nacional-socialista: cerrazón de las fronteras y formas de ayuda social restringida a un "nosotros" definido por las antiguas fronteras nacionales. El miedo a perder lo poco que todavía se tiene es el cemento con el que se quieren apuntalar esas instituciones. El programa del Frente Nacional francés o la acción de gobierno del PiS en Polonia son ejemplares en este sentido. Irónicamente, el mantra de la seguridad exterior de Europa, invocado una y otra vez por la Unión Europea, parece haber servido de modelo para una exigir una vuelta a las fronteras nacionales.

Los refugiados y los migrantes en general – Europa tiende a hacer cada vez menos diferencias – siguen actuando por ahora como espantajo para las empobrecidas clases medias y bajas europeas. Sus integrantes temen, justamente, ser ellos mismos los próximos "refugiados".  De ahí un rechazo profundo, visceral que nace de una íntima identificación. Sin embargo, en esta identificación hay también una importante carga de fascinación. El "otro" es temido porque desborda de vida: es este el núcleo de la fantasía de la invasión y del asedio de Europa. Como, obviamente, no se trata de una invasión militar, sólo puede ser una invasión por la fecundidad, por el dinamismo, por la capacidad de soportar situaciones difíciles.  Los media insisten en presentarnos una y otra vez a los refugiados en el momento dramático del rescate, cuando los signos de la fatiga y la desesperación son todavía evidentes. Y esa visión de los refugiados que acaban de escapar de la muerte es uno de los pilares de la compasión del público. Pero es suficiente prestar oído a lo que esos mismos refugiados dicen en cuanto pueden hablar con los periodistas: nos hemos jugado la vida porque quedarnos en nuestros países era peor. Los refugiados – y los migrantes - están más allá del miedo. Lo han, literalmente, atravesado. Como los héroes de las leyendas antiguas han superado la prueba suprema: han desafiado a la muerte. Han tenido que abrevarse en aquel lugar profundo e inesperado de la vida que da fuerza cuando todo está perdido. No lo han escogido, pero lo han conocido. El acceso a ese lugar es lo que más teme todo poder fundado en el miedo y la escasez, como el nuestro. Y es lo que fascina a todos los que están siendo dominados este poder: porque es la llave que abre los grilletes. Es una fuerza y una esperanza que también puede habitar quien ahora teme a los refugiados porque teme ser pronto uno de ellos. Los refugiados son nuestros héroes necesarios.

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